El desventurado rey de Persia

HUBO una vez en Persia un rey muy desgraciado. Gran conquistador, rico y famoso, afligíase profundamente por no tener hijos; y asi vivía triste en un soberbio palacio que había mandado edificar en una isla solitaria.

Sucedió que un día llegó al palacio un traficante, quien presentó al rey una hermosa esclava. Prendado de su belleza casóse el rey con ella, lleno de alegría: regalóle costosos vestidos, dióle las mejores habitaciones del palacio, todas ellas con ventanas sobre el mar, y puso a su servicio un centenar de criados y doncellas. Mas ¡cosa extraña! la esclava nunca habló al rey, ni a ninguna otra persona, y se pasaba los días sentada a la ventana, contemplando el mar.

Asi transcurrió un año; y el rey, loco de alegría por el nacimiento de un hermoso príncipe heredero, se arrojó a los pies de su esposa y le dijo:

—Oh, mi amada reina, ¿por qué no me habláis nunca? Sólo falta, para colmar mi dicha, una palabra de vuestros labios.

Sonrióle la esclava, y al fin habló.

—Rey mío y señor, —le dijo—¡cuán bondadosa y tiernamente me habéis tratado desde que os fui presentada como esclava! Mas, ¡pensad qué tristeza tan profunda debe sentir una princesa, al ser vendida como sierva!

—¡Cómo! ¿Sois princesa? —exclamó el rey.

—Soy la Rosa del Mar—respondió altivamente la reina, —y mi hermano, el rey Selah, rige los más vastos dominios de las profundidades del Océano. Por desgracia, hemos reñido. El último año fueron invadidas nuestras comarcas, destruido nuestro palacio y, temiendo mi hermano que yo cayese en las manos del enemigo, se propuso casarme con un príncipe de la tierra. Enojada por tal proposición, subí del fondo del mar, y al llegar a la tierra me encontré en la orilla de tu isla. Alii me vio el mercader a quien me has comprado como esclava.

—Sin embargo, ya veis que no os he tratado como a tal—le replicó el rey.

—Cierto—contestó con dulzura la Rosa del Mar;—y el que me hayáis hecho vuestra reina y amado tiernamente, ha impedido me volviese al mar en busca de mi hermano, cual era mi intención. Mas ahora que tengo un hijo, quiero avisar a Selah para que le conozca.

Mandó, pues, la Rosa del Mar a un criado trajese un braserillo con carbones encendidos; tomó luego un poco de áloe de una cajita y lo echó en el fuego. Al elevarse el humo y escaparse por la ventana, pronunciaba la reina palabras en un lenguaje extraño.

El mar comenzó a hincharse, dividiéronse las ondas, y por entre ellas avanzó un hermoso joven ricamente vestido y con una corona en la cabeza. Iba acompañado de una brillante comitiva de damas y cortesanos. Al llegar a la isla el rey del mar (que no era otro el deslumbrante y apuesto joven), encaminóse con su sequito al palacio.

—¡Oh, mi amada Rosa del Mar! — exclamó al ver a su hermana; —ya he vencido a todos nuestros enemigos: puedes, por tanto, volver y casarte con un príncipe del océano.

—No, por cierto, que ya estoy casada, mi buen Selah—añadió la Rosa del Mar.

—Aquí tienes a mi esposo, el rey de Persia, y a nuestro hijito.

Tomó Selah al niño en sus brazos; y, con gran espanto del rey de Persia, salto por la ventana, sumergiéndose en el mar con el pequeño príncipe.

—No os asustéis—dijo la reina. — Selah no ha hecho más que lo que yo intentaba hacer. Desea saber si nuestro hijo puede vivir debajo de las aguas, como todas las gentes de sus dominios.

Asi fue. A los pocos minutos volvió Selah, trayendo en sus brazos al niño, que sonreía. Había podido respirar en el agua salada tan fácilmente como en el aire, sin que sus vestidos estuviesen húmedos en lo más mínimo.

—Hoy es un día de prodigios—dijo el rey de Persia. — Y si no hubiese visto con mis ojos todas estas cosas, nunca las hubiese creído.

Fue su mayor disgusto ver que le era imposible descender al fondo del mar a visitar los maravillosos reinos submarinos; pero su hijo y esposa le consolaron contándole extrañas historias de aquellos parajes.

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