El rey de la montaña de oro

Vivía en cierto país un rico comerciante que tenía dos hijos, un niño y una niña. Todas sus riquezas estaban en dos grandes navíos que hacían la travesía de los mares, los cuales esperaba ver llegar de un día a otro. Más sucedió que una mañana, le vino la triste noticia de que sus barcos habían naufragado, y así al comerciante no le quedó otra cosa de su fortuna que un pequeño terreno en propiedad.

Paseaba un día cabizbajo por su terrenito, cuando súbitamente se le puso delante un feo enano que le habló de este modo:

– Por qué estás tan triste?

– He perdido toda mi fortuna- replicóle el comerciante- y todo lo que me resta es este campo.

– No te aflijas, añadióle el enano. – dentro de doce años me traes lo primero que te salga al encuentro esta tarde, al regresar a tu casa, te daré todo el oro que desees.

– No tengo ningún inconveniente- le respondió el comerciante, pensando que su perro, como de costumbre, saldría a la carretera a esperarle.

Pero no fue así. De vuelta al hogar encontró a su hijo.

Transcurrió un mes y pensó el comerciante: «Aun no he recibido oro alguno; parece que el enano se ha burlado de mi».

Pero ello fue que, subiendo una vez al desván a buscar algún trasto viejo para venderlo, encontró en un rincón montón de oro, y su júbilo fue grande al verse otra vez rico.

Mas los años corrían, y su hijo se hacía un gallardo muchacho. Esto entristecía profundamente a su padre que, recordaba su pacto con el enano, y no pudiendo ocultar por más tiempo su angustioso secreto, se lo comunicó a su hijo.

– No te importe, padre, tu promesa, – le dijo animándole. – No me dejaré separar de tu lado por el enano.

Llegó el día en que se cumplía el plazo, y ambos se encaminaron al campo a esperar al hombrecillo.

Así que éste hubo llegado, preguntó al comerciante:

– ¿Me has traído lo prometido?

– No, respondió el padre; pero el hijo respondió de esta suerte:

– ¿Qué es lo que quieres?

– No he venido a hablar contigo, sino con tu padre, y quiero que me dé lo prometido- le contestó el enano.

Siguóse después una gran disputa, y al fin convinieron que el joven bogaría solo en una barquita por el lago vecino. Pensó el padre que su hijo moriría ahogado, y así volvió a su casa solo y lleno de zozobra. Pero la pequeña embarcación se alejó tranquilamente deslizándose con suavidad en el agua y acabó por detenerse al pie de un soberbio castillo, solitario y desierto, y que a decir de las gentes, estaba encantado. Saltó el muchacho fuera de la barca y se aventuró por las galerías y estancias del castillo, hasta llegar a un salón en que había una serpiente blanca.

Era ésta una princesa encantada, la cual al ver al joven díjole:

– Os he esperado durante doce años. Ahora escuchad. Esta noche os sorprenderán doce hombrecillos negros, arrastrando largas cadenas; esos hombrecillos os preguntarán quien sois y qué hacéis aquí. No les respondáis, aunque os golpeen y os hieran. Mañana a la noche serán doce más, y la tercera noche vendrán veinticuatro más, y os cortarán la cabeza. Pero a las doce de la misma noche acabará su poder mágico y yo volveré a mi primitivo ser. Entonces os lavaré con el agua de la vida, y estaréis sano y salvo.

Todo sucedió como la princesa encantada había predicho, y al llegar la tercera noche la serpiente blanca quedó transformada en una hermosa princesa que se casó con el hijo del comerciante, quien fue el rey de la montaña de oro.

Por luengos años vivieron felices y la reina tuvo un hijo.

El rey, que no olvidaba a su pobre padre, deseaba volverle a ver, más su esposa procuró disuadirle de su intento diciéndole:

– Si vas nos sucederá algo espantoso.

Pero él no tuvo en cuenta este aviso, y entonces la reina, visiblemente conmovida, le dio un anillo mágico, diciéndole:

– Póntelo en el dedo y con él alcanzarás cuanto desees; pero prométeme antes que no has de querer, al verte en casa de tu padre, que vaya yo a reunirme contigo.

Hízolo así el rey, y ajustando el anillo a su dedo, deseó encontrarse en la ciudad en que vivía su padre. Mas como los centinelas no le dejarían pasar por sus puertas al verle vestido con su extraño ropaje, se puso la vieja zamarra de un pastor, y así disfrazado llegó a su antigua casa. No le reconoció su padre y le dijo:

– Tú no puedes ser mi hijo, pues murió hace mucho tiempo.

– Si, yo soy vuestro hijo- replicóle el rey de la montaña de oro. ¿No tengo en mi cuerpo ninguna señal por la cual me podáis reconocer?

– Si, – dijo la madre;- nuestro hijo tenía un lunar debajo del brazo derecho.

Mostró el rey la señal y entonces los viejos reconocieron a su hijo. Contóles éste sus extrañas aventuras y cómo era rey y estaba casado con una hermosa princesa, de quien tenía un gracioso niño de siete años.

Pero el comerciante no creyó que dijera la verdad.

– Si es así- le preguntó, – ¿cómo siendo rey vas con esa sucia zamarra?

Irrito al joven la incredulidad de su padre de tal modo que deseó que su esposa y su hijo estuvieran allí, y éstos se presentaron inmediatamente. La reina sumamente disgustada, le dijo que había quebrantado su promesa y que por ello serían desgraciados.

Cierto día en que el rey y la reina paseaban por aquellos lugares, señaló el rey a su esposa el sitio en que estaba la barca que le había llevado al castillo y como estaban muy cansados, se sentaron quedando el rey dormido a los pocos momentos. Deseosa la reina de castigarle por haber faltado a su palabra quitóle el anillo del dedo, y deseó estar con su hijo en su palacio.

Cuando el rey, al despertar, se encontró solo, y advirtió la falta del anillo pensó con tristeza: «Ya no puedo volver más a casa de mi padre, pues me dirían allí que soy un brujo. Caminaré hasta que encuentre las fronteras de mi reino».

Púsose, pues, en camino, y no paró de andar hasta que llegó al pie de una montaña donde tres gigantes estaban disputando sobre una herencia. Al verle pasar, se dijeron: «Los hombrecitos blancos tienen mucho ingenio; veréis cómo éste compone nuestras diferencias».

Consistía la herencia en una espada que cortaba la cabeza de cualquiera con sólo decir su dueño: «¡Abajo la cabeza!»; un manto que hacía invisible al que se lo pusiese o le daba el aspecto deseado y un par de botas misteriosas que, una vez, calzadas, transportaban a quien las tenía puestas al sitio que desease.

Después de escuchar el rey a los gigantes, les respondió:

– Antes de fallar, debo probar la eficacia de esas tres cosas admirables.

Diéronle la capa y el rey, deseando volverse mosca, en un abrir y cerrar de ojos, quedóse convertido en dicho insecto.

La capa está bien- les dijo; – dadme la espada.

– Si, pero con la promesa formal que no dirás: «Cabezas abajo», pues si tal dices, somos hombres muertos.

Así probó el rey la virtud de la espada en el tronco de un árbol.

Díjoles después el rey:

– Alargadme las botas, para hacer la última prueba.

Cuando tuvo el rey en su poder las tres maravillas deseó hallarse en la montaña de oro, e inmediatamente las botas le transportaron a dicho lugar.

Al acercarse el rey al palacio, oyó una alegre música, y algunas gentes le dijeron que su reina se iba a casar con otro príncipe.

Indignóse terriblemente el rey ante tal noticia, y embozándose en su capa maravillosa entró en el palacio.

Celebrábase en él un espléndido festín. Sentóse el rey al lado de la reina, y cuando ésta iba llevar a sus labios la copa o cualquier manjar, el rey se lo quitaba de las manos.

Aterrada levantóse la reina de la mesa y fuese a su cámara, seguida, por el rey, quien, merced a la virtud de la capa se había hecho invisible.

– ¡Ay de mi- exclamó la reina creyéndose sola: – ¡Aun soy víctima de algún encantamiento!

Quitóse el rey el manto mágico y le dijo:

– ¡Yo te he salvado la vida y tú me has engañado! ¿Es éste el pago que merezco?.

Dicho esto, encaminóse al salón del festín e invitó a los convidados a que se marcharan pues la boda no se celebraría, puesto que él era el verdadero rey. Riéronse los comensales de tales palabras e intentaron arrojarle de allí; mas desenvainando él la espada pronunció las palabras misteriosas y las cabezas de todos los convidados rodaron por el suelo.

De esta manera volvió a ser el rey de la montaña de oro y vivió feliz con su esposa e hijo por largo tiempo.

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