Salida de Napoleón de la isla de Elba

Napoleón en Santa Elena, por Francois-Joseph Sandmann / Wikimedia

De pie, delante de sus soldados veteranos, un hombre ligeramente encorvado, vistiendo un capote gris, altas botas por calzado, cubierta la cabeza con tricornio, oprimía sus labios contra el brillante estandarte de Francia. Era el momento en que se despedía de sus soldados.

El gran Emperador, el hombre que había removido el mundo hasta sus cimientos, y que desde la condición de simple teniente supo elevarse en pocos años a la de general incomparable, cuyas conquistas y victorias eclipsaron las de César, Alejandro y Aníbal y llegó a sentarse en un trono, ciñendo sus sienes con imperial corona, este hombre, el gran Napoleón, fue finalmente vencido y condenado al destierro, víctima del odio y vilipendio del mundo entero.

Mientras se encaminaba a la costa, donde le esperaba la nave que había de alejarle de su querida Francia, hubo de oír las imprecaciones del pueblo que, corriendo al lado de su coche, le arrojaba piedras, al grito de: «¡Muera el tirano!», viéndose obligado a deponer su traje ordinario y vestir un disfraz que le salvase de una mano asesina.

Asi salió de Francia el gran Napoleón, el poderoso Emperador, desterrado a una pequeña isla, de nombre Elba, que, cual juguete de escarnio, le regalaban los reyes del mundo, sus vencedores.

¿Cuál es la causa de la caída de Napoleón? Aseguran unos que su brillante inteligencia se había oscurecido. Fue durante sus días victoriosos de débil complexión, falto de carnes, pero activo e inquieto: era su mirada penetrante y sus palabras cortas y secas, como el disparo de un fusil. Mas desde que se nombró a si mismo emperador, volvióse pesado y obeso, lento en sus movimientos y de tardío discurso. Su espíritu se apagaba y su cerebro se entorpecía.

Sin embargo, ya en el destierro, hubo un instante en que su cerebro se iluminó súbitamente, como una candela en agonía, y la fantástica luz de aquella llama oscilante deslumbro al mundo, como el resplandor de un relámpago. Quizá nos suene todo esto a extraña fábula, y es posible se nos ocurra pensar que jamás ha vivido tal personaje; sin embargo, estamos leyendo parte de la historia de un hombre, muerto no hace aún cien años.

Vivía Napoleón en la lejana isla de Elba, cuando un día llegaron a sus oídos nuevas de la desgracia en que vivía Francia, bajo del cetro del nuevo rey. Inmediatamente este hombre, que había sido expulsado de aquella nación, escarnecido y apedreado, resolvió volver a ella, llevando en su mente la idea de recuperar hasta la última parte de sus pasadas glorias. Brillaron de nuevo sus ojos, fluyeron sus palabras; y todo él se estremeció con nuevo y vigoroso denuedo. Terminaría el odioso destierro, volvería a ser emperador, conquistaría Francia y desafiaría el poder del mundo entero.

Así, mientras todas las naciones le suponían arrastrando dura vida entre las rocas de Elba, cual águila herida, este intrépido héroe, con unos cuantos soldados, se embarcó de noche y zarpó con rumbo a Francia. Tal aventura parecía obra de un loco. Estaba el mar poblado de navíos del rey de Francia y de barcos ingleses; y el mundo todo, por añadidura, se hallaba prevenido contra Napoleón. Acercóse un barco francés, y al ver que la embarcación venia de Elba, grito en son de burla a sus tripulantes:

—¿Cómo está el emperadorcillo?

—Perfectamente bien—fue la respuesta que dio Napoleón, después que hubo mandado ocultarse a sus soldados.

Sucediéronse después momentos de calma, y los escasos barcos del tenaz emperador flotaban a semejanza de troncos sobre el agua. Un solo cañonazo hubiera puesto fin a tal aventura; pero Napoleón no perdió ánimo. Compuso apasionadas arengas para su viejo ejército de Francia, y todo soldado de los que iban a bordo, capaz de escribir, se dedicó a copiar estos patrióticos llamamientos del Emperador.

— Tomare Paris sin hacer un solo disparo — exclamó   Napoleón alegremente; y la magia de su ánimo indomable fascino a todos aquellos hombres.

Únicamente la muerte podría aniquilar a este hombre que confiaba en que aquellas palabras copiadas por sus soldados le harían dueño absoluto de Francia y que olvidaba estar cercado de buques de guerra, mientras dictaba sus arrebatadoras proclamas.

Sopló, al fin, viento favorable; y la pequeña flota llego a su destino. Napoleón volvió a pisar tierra francesa. El águila herida había regresado sin que ninguno de los grandes buques de guerra pudieran adivinar quién era el hombre transportado en uno de los barcos que habían dejado pasar.

LA ASOMBROSA MARCHA DE NAPOLEÓN POR LOS MONTES DE FRANCIA

Comenzó entonces la maravillosa marcha, con un puñado de soldados, en una noche de luna, hacia París; jornada célebre, hecha por entre los mismos pueblos y ciudades que pocos meses antes le habían arrojado a pedradas; intrépido avance por una montañosa comarca, custodiadas por las tropas del nuevo rey; audaz empresa que unos cuantos policías habrían fácilmente atajado y a que un juez habría puesto fin, condenando a Napoleón a la horca.

Sólo una extraordinaria seguridad y asombroso valor pudo sostener en la marcha a este hombre vencido que no confiaba en las armas, sino únicamente en el mágico poder de su nombre y en la gloria y esfuerzo de su ánimo.

Avanzaba, pues, Napoleón con sus soldados, enviando delante sus proclamas que al llegar a las manos de los amigos de Francia, sumaban aliados a la causa del emperador, hasta de entre los sencillos aldeanos, que le idolatraban. Era como si Napoleón hubiese salido de la tumba: agolpábanse las multitudes a su paso, maravilladas de verle. Sus pobres tropas, de las que muy pocos hombres tenían caballos, con los arneses al hombro y las armas bajo el brazo, trepaban abrumados por las montañas gritando: «¡Viva el emperador!». Al acercarse a la ciudad de Gap, adelantóse Napoleón con unos cuantos hombres; entró audazmente en la ciudad y requirió el amor de las multitudes que se agrupaban a su paso y besándole las manos le ofrecían morir en defensa de su causa.

DE CÓMO NAPOLEÓN AVANZÓ SÓLO ANTE SEIS MIL FUSILES CARGADOS

Pudo, sin duda, Napoleón haber sido un conquistador victorioso en vez de un pobre desterrado, convertido en objeto de odio para toda Europa. En Gap pasó breves horas expansionándose con el pueblo, hizo imprimir sus proclamas y apresuróse a proseguir su marcha, en la que dieron muestra de querer seguirle todos los habitantes de la localidad mencionada.

Encaminose después a la importante ciudad de Grenoble. El general que en ella mandaba las tropas del rey salió al encuentro de Napoleón. Miles de aldeanos que habían oido hablar de él corrieron tambien presurosos a verle, mientras avanzaba lentamente con su puñado de valientes entre nubes de polvo. Al ver Napoleón a los 6000 soldados dispuestos a cerrarle el paso, mandó a sus hombres que so detuviesen, adelantándose él con unos cuantos jinetes. A unos cien pasos de la línea de las bayonetas, baj6 de su caballo y, solo, avanzó hacia las fuerzas enemigas. Sonó la orden de fuego; apuntaron todos los soldados, pero ni uno solo disparó.

A grandes pasos, – avanzó entonces Napoleón, sin dar la señal de miedo, y, desabrochándose el capote, gritó:

— «Hay alguno que se atreva a disparar contra su emperador?» —Inclináronse los fusiles, y el grito de «¡emperador!» resonó en el espacio. Napoleón había vencido.

Dice la historia que, después de este episodio, fue la marcha del desterrado algo como «la expansión de una fuerza irresistible». Los regimientos, unos tras otros, corrían a ponerse a sus órdenes. Marchitas, rodaron entre el polvo las flores de lis del nuevo rey; el águila de Napoleón se alzó por doquiera y las ciudades en masa salieron a recibirle.

EL HOMBRE MÁGICO QUE HIZO A UNA NACIÓN POSTERNARSE A LOS PIES DE NAPOLEÓN

«Al solo chasquido de tu látigo, huirán tus enemigos»—solían decirle las gentes. En efecto, sin un solo disparo, viendo huir ante él a sus enemigos, al rey y a los nuevos príncipes, este pobre desterrado llego a Paris; y el águila imperial, que había ondeado junto a la bandera nacional, de campanario en campanario, se posó sobre las torres de Notre Dame, la gran catedral de Paris. La magia de su nombre le había traído a sus plantas una nación entera. En toda Francia no se oía más que la palabra «Napoleón».

Tal fue su admirable regreso. Pero esta llamarada de genio fue la última centella de su espíritu, y al cabo de unos cien días toda su gloria se extinguió para siempre con la caída más humillante. Con todo, esta triunfal e incruenta marcha vivirá en la historia entre las más portentosas hazañas realizadas por los hombres en el transcurso de los siglos. Fue tan glorioso este episodio, que la imaginación no puede menos de evocar la imagen de aquellos aguerridos veteranos, posternándose en el polvo a los pies de su antiguo emperador, mientras el oído parece escuchar sus sollozos, en demanda de indulgencia.

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