Un vástago imperial dado al olvido por Francia

Había en la prisión de La Force un general francés. Su Emperador, contra quien había conspirado y que le había metido en aquel calabozo, estaba lejos de Francia, luchando en las nevadas estepas de Rusia, mientras el militar vivía, triste en el silencio y obscuridad de la prisión.

Era el general un valiente, llamado Claudio Mallet, que deseaba para Francia el régimen republicano detestaba la monarquía bajo el cetro de Napoleón, cuya improvisada realeza le era por extremo odiosa. Suspiraba por la libertad de Francia y no menos anhelaba la suya.

Después de largas cavilaciones vino a parar en lo siguiente: fingiose enfermo y consiguientemente fue trasladado al hospital, donde gozaba de más libertad para exponer sus planes y hacerse amigos que le ayudasen en su empresa. Falsificó después un documento en que se anunciaba la muerte del Emperador y el nombramiento del general Mallet para el gobierno de Paris, y llevaba al pie sellos falsos del Estado y la firma, también falsificada, del presidente del Senado.

No es posible imaginar documento más cínico; y, no obstante, con esta falsa proclama, esperó aprovecharse de la ausencia del Emperador y encaramarse al primer puesto del Imperio.

Dados estos primeros pasos, una noche, a las diez aproximadamente, se levantó de la mesa en que había estado jugando a las cartas, y simulando en caminarse lentamente a su cama, desapareció en la obscuridad. Llevaba por toda fortuna doce francos, y de los cuatro conspiradores que le seguían uno era sacerdote y cabo el otro. Con tan escasos medios y ayuda salió este hombre audaz a hacerse dueño de Francia.

Fue a la casa de un cura, antiguo conocido suyo de prisión, y allí encontró según había dispuesto, su uniforme y espada de general.  A las dos de la madrugada el osado aventurero vistióse de general, y con la espada bajo del brazo y la falsa proclama en la mano, se presentó en la alcoba del Gobernador de París, que a la sazón estaba descansando. Atónito leyó viejo militar la proclama firmada por el presidente del senado, y en vista de que su emperador había muerto, procedió a cumplir las disposiciones contenidas en el documento. Puso, pues, un buen número de soldados a disposición de Mallet, mientras comunicaba la proclama a las demás autoridades de París. Pronto aparecieron esquinas de la capital cubiertas con los carteles que anunciaban la muerte del Emperador y el establecimiento de un Gobierno Provisional.

A las seis, el pretenso Gobernador de Paris se presentó con una compañía de solados a las puertas de su antigua cárcel, La Force, y ordenó al jefe de la prisión pusiera en inmediata libertad a todos los presos por delitos políticos. Fue puntualmente obedecido, porque ¿quién iba, a atreverse a desobedecer las disposiciones del Senado?

Pero después ejecutó un acto, más cínico aún, y fue el arresto del Jefe Superior de Policía, para poder así disponer de todo el cuerpo de orden público. Pero el golpe más audaz y peligroso fue el que a continuación se refiere. Marchó al Cuartel General de Paris e intimó a que el jefe firmase la orden del día, que el mismo Mallet había escrito. Ante la negativa enérgica de aquél, sacó Mallet una pistola y de un disparo dejo tendido revolcándose en un charco de sangre. De allí se encaminó al Banco Nacional, y se apoderó de todo el dinero.

En una palabra, – y para no ser más prolijos refiriendo a los actos llevados a cabo por este hombre extraordinario recién evadido de una prisión- bastará decir que en pocas horas se puso a la cabeza de un gran ejército, se hizo dueño de los principales puntos de Paris, dictó disposiciones para un nuevo gobierno, y lo fue todo, menos señor de Francia.

Un sólo requisito era indispensable para acabar felizmente su empresa, y era que el General Ayudante le confiriera el mando de la fuerza militar de Paris. Presentóse, pues, Mallet ante este gran hombre y le alargó la proclama con la orden de día. Leyó el General Ayudante y pensativo interrogó suspicazmente a Mallet. . .. ¿Habría cedido al fin? No lo sabemos. Lo cierto es que en aquellos momentos se adelantó un soldado, llamado Laborde, antiguo oficial de la prisión La Force y hablando con Mallet exclamó: – ¡Ah, diablo! ¿Cómo se explica? . . . Este es mi antiguo preso; pero ¿cómo ha podido escaparse? – añadió admirado.

Mallet echó mano a su pistola, pero era demasiado tarde; dos hombres se le echaron encima, y le apresaron. A las pocas horas, jefes y soldados supieron todos que habían sido audazmente burlados. Cuando condujeron a Mallet, con los otros conspiradores, para fusilarlo, demostró el valor más grande que cabe imaginar. No quiso que le vendasen los ojos, y suplicó le permitiesen dar orden de fuego a los soldados elegidos para ejecutarle. Entre tanto los demás conspiradores estaban medio muertos de terror. Dio la orden preventiva de fuego, y no dando satisfecho de la preparación, dijo a los soldados:

– Mal, muy mal: debéis imaginaros que estáis delante del enemigo. Veamos; otra vez. ¡Preparen armas! ¡Apunten!

Miró entonces, a los soldados, como un oficial en una parada y añadió.

– Mejor, pero no del todo bien: oíd: cuando dé la orden de ¡fuego! vuestros fusiles deben disparar a un tiempo, como si no fueran más que uno solo. Será para vosotros buena lección ver como mueren los valientes… ¡Ea! Vamos a ver. ¡Preparen armas! ¡Apunten! ¡Fuego!.

Mallet vacilo, mas se mantuvo en pie hasta que sus compañeros de fusilamiento hubieron caído; entonces se desplomó, volteó en el suelo y quedó inmóvil.

Cuando Napoleón tuvo noticia de esta conspiración, exclamó:

– Señores, no debemos dudar de los milagros.

Y amargamente añadió que los que le habían creído muerto, no se habían acordado del hijo que tenía en Paris. Éste fue un golpe rudísimo para Napoleón, y el que le hizo ver cuán inseguro era su trono. Todo Paris había olvidado que su hijo era el heredero de la corona de Francia; y gracias a un simple oficial, no pasó el imperio a manos de un escapado de presidio.

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