Vidocq, el criminal inteligente

La extraña historia del hijo del panadero, que asombró al mundo, dejando un nombre que nunca se olvidará

A FINES del siglo XVIII vivía en la ciudad francesa de Arrás un panadero, al cual nació un hijo destinado a asombrar al mundo y a dejar un nombre casi perdurable en los anales del crimen.

El nombre del panadero era Vidocq y parece que fue un padre duro, pero muy industrioso y honrado. Cuando el pequeño Vidocq tenía ocho años, el palo del padre estaba diariamente en uso. No podemos decir si hubiese sido posible hacer algo bueno de su hijo, empleando medios más suaves y sabios consejos; todo lo que sabemos es que el muchacho era malo, que su padre le pegaba constantemente y que con la edad se hizo peor.

Cuando lo enviaban a repartir el pan se detenía muchas veces a hablar con ladrones y gente de mala ralea de la ciudad, y estaba orgulloso de la amistad de aquellos malhechores.

De ellos aprendió a robar el dinero de los cajones de las tiendas con una pluma untada de cola en un extremo. Robaba los gallineros y cuanto caía al alcance de sus manos y vendía lo robado en las casas de empeño. Las palizas que le propinaba su padre no eran bastantes a corregirle.

El muchacho parecía incorregible, y se le mandó a la cárcel. Tampoco este castigo le curó de su perversa inclinación; y en cuanto fue puesto en libertad, robó el dinero del cajón de su propio padre, y se marchó.

Después de terribles sufrimientos entre gente de ferias, circos ecuestres, polichinelas y otras exhibiciones por el estilo, Vidocq volvió a casa, hambriento y miserable, y su pobre madre, que tanto le quería y adoraba, le dio la bienvenida con lágrimas en los ojos.

No tenemos bastante espacio para contar toda la historia de este extraordinario personaje y pasaremos por alto muchas de sus aventuras, hasta llegar al momento, en que, por vez primera se escapó de la prisión. Encarcelado por un cargo fingido, Vidocq se escapó, merced a un disfraz de mujer, que su novia había introducido en su celda. En vez de ocultarse o de huir de la ciudad, se paseó en plena luz del día, y por fin se fue a una taberna. Estando allí sentado se le acercó un sargento con cuatro hombres.

– Si buscáis a ese tunante de Vidocq -dijo el fugado, – ocultaos en esta despensa y le veréis entrar. Cuando entre en la habitación, os haré una señal.

Tan pronto como los cinco hombres estuvieron en la despensa, Vidocq, deprisa, dio vuelta a la llave, diciendo:

– El mismo Vidocq os ha encerrado. ¡Adiós amables amigos, adiós!

Algunos días más tarde, fue detenido y le metieron en una celda con otro preso. Este ya había empezado a hacer un agujero en el muro de piedra y Vidocq le ayudó. Precisamente el día antes de ir al juicio, pensaron que el agujero era la suficientemente grande para poder escaparse. Vidocq se deslizó por él, pero todavía era demasiado pequeño, y no pudo avanzar ni retroceder. Su angustia era tan grande que sus gritos llamaron la atención de los centinelas quienes acudieron y le sacaron del agujero, lleno de sangre y más muerto que vivo.

El día de su juicio, lo llevaron al tribunal en compañía de otros diez y ocho prisioneros. Después de pasar por delante de un cabo y varios soldados, entraron en una antesala. Dos gendarmes cuidaban de ellos. Uno de estos dejó la capa y el sombrero y entró en la audiencia. Apenas se había cerrado la puerta cuando Vidocq. se puso la capa y el sombrero, y cogiendo a un prisionero por el brazo, lo llevó tranquilamente a la otra puerta, pasando por delante del cabo y de los soldados.

Después de pocos meses de libertad, lo cogieron otra vez, pero volvió a escaparse, porque el vigilante de la prisión se olvidó una noche de encerrarle bien. La siguiente vez que fue cogido, lo metieron en una celda ocupada por dos prisioneros desesperados. Dijéronle éstos que estaban trabajando para practicar un camino a través del suelo de piedra y que muy pronto estarían bastante cerca del rio, que rodeaba la prisión, para poderse dejar caer silenciosamente en el agua y huir nadando.

Por fin el agujero estuvo terminado y todo lo que les faltaba hacer era deslizarse silenciosamente en el río y nadar hasta la orilla.

Pero habían calculado mal. En vez de tener que dejarse caer en el agua, ésta penetró impetuosamente por el agujero, cuando habían sacado la última piedra, porque el suelo de la celda estaba más bajo que el nivel del río. Cuando llegaron los vigilantes, encontraron a los tres prisioneros nadando en un lago.

Después de estas aventuras, Vidocq fue llevado ante el juez, inculpado de falsificación. Era completamente inocente, pero sus antecedentes eran tan malos y las pruebas contra él parecían tan claras, que lo condenaron a la terrible pena de ocho años de galeras.

– Los galeotes – dice el cronista de la vida de Vidocq – atados de dos en dos, marcharon a Brest. Durante el día iban a pie con un peso de siete kilos en cada tobillo, o en largos carros sujetos con hierros que les golpeaban los huesos.

Las galeras llenaron a Vidocq de horror. Vivir allá le habría vuelto loco. Pronto imaginó sus planes para escaparse. Un condenado le facilitó una lima, una peluca, una camisa y un pantalón de marinero. Limó sus cadenas hasta que casi llegó a romper un eslabón, escondió entre sus vestidos de condenado el traje de marino, y mientras estaba trabajando en la bomba de agua, se deslizó entre las maderas, rompió las cadenas, tiró el traje de penado y, poniéndose la peluca, se escapó a la ciudad.

Pero el peligro mayor lo tenía ante él. Para poder salir de la ciudad tenía que pasar por la puerta de ella, vigilada por un exgaleote, que sabía descubrir a todo prisionero hasta por el modo de andar. Pero Vidocq se fue directamente a él, le pidió lumbre y salió tranquilamente.

Poco tiempo después, estuvo otra vez en la prisión, pues en Francia todo vagabundo debe enseñar a la policía su pasaporte; de manera que el hombre que ha caído una vez difícilmente se rehabilita.

En esta ocasión Vidocq se hizo llevar a la enfermería, pues había comido tabaco con la intención de ponerse enfermo; y allí se procuró el vestido de una monja, y se escapó.

Felizmente llegó a una ciudad en la cual había una taberna que otro presidiario le había recomendado. Encontró la casa, dio la palabra. convenida y el ama le condujo a una habitación llena de ladrones, que se pusieron en pie al ver entrar a una monja. Le dieron vestidos con la condición de que les ayudaría en un robo. Pero Vidocq quería llevar una vida honrada. Se escapó de estos malhechores y se fue a la casa de su madre. Parece ser que este hombre desesperado

Parece ser que este hombre desesperado

conservaba siempre atenciones tiernas para con su madre.

Era poco segura para él la permanencia en su ciudad natal y se fue a Holanda. Muchas aventuras le sucedieron, tanto por mar como por tierra, y al fin lo capturaron de nuevo, y lo mandaron a las galeras; esta vez en Tolón, donde se halló en situación mucho peor que en Brest, pues día y noche estaba amarrado a un banco junto con los peores criminales que había en la prisión.

Más tarde Vidocq fue agregado a una cuadrilla de forzados y poco tiempo después, gracias al empleo de una lima, pudo escapar, disfrazado. Pero esta encontró con que nadie podía pasar la puerta de la ciudad sin una tarjeta verde firmada por el gobernador. Estando allí sin saber qué hacer, sonó un cañonazo, en señal de que un prisionero se había escapado. En aquel mismo momento se acercó un cortejo fúnebre y Vidocq, mezclado entre los llorones del duelo y hecho un mar de lágrimas, pasó sin peligro la puerta.

No había ido muy lejos cuando encontró a un deportista, que le preguntó si quería juntarse a unos sesenta honrados ciudadanos que preferían ir al bosque a seguir al difunto. Vidocq aceptó gustoso la oferta, pero pronto descubrió que los ciudadanos honrados eran una banda de salteadores de caminos.

Una noche, uno de los bandidos dijo que le habían robado la bolsa. Vidocq, por ser el más reciente reclutado, se hizo sospechoso. Fue cogido y desnudado. No se le descubrió bolsa alguna, pero en la espalda le vieron la marca de la galera.

Inmediatamente lo condenaron a muerte. Vidocq oyó cómo cargaban los fusiles, y en el mismo momento se le ocurrió una idea. Dijo algo en voz baja al capitán y éste quedó conforme con lo que le proponía. Preparó un puñado de pajas y dijo: – Cada uno de vosotros cogerá una de estas pajas y el que ha robado la bolsa será aquel que coja la más larga.

Cuando todos habían cogido la paja, vieron que un bandido tenía una más corta que las demás.

– Tú eres el ladrón- gritó el capitán – pues todas las pajas eran igualmente largas y la conciencia de la culpa te ha hecho reducir la tuya.

De esta manera se salvó Vidocq, pero lo expulsaron de la partida.

Disfrazado de campesino, guardó ganados y se fue a su casa, pero más tarde lo reconocieron y se lo llevaron preso. Una vez más se escapó y por fin se alistó de soldado. Señalóse mucho

en el servicio militar y pudiera haber ascendido en el ejército, si no le hubiesen reconocido como galeote.

Se escapó saltando de considerable altura. Desde la ventana de su celda al río. Hízose sastre en París y allí su pobre madre se reunió con él. Empero todos sus esfuerzos para llevar una vida honrada fueron inútiles. Otra vez fue arrestado y llevado a la prisión.

Cansado de su vida, Vidocq consideró cómo podría librarse del peso de su pasado, y en otra parte de esta obra veremos el resultado de sus esfuerzos.

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