Nicolasón y Nicolasillo

En una población de corto vecindario vivían dos individuos que llevaban el mismo nombre, Nicolás; pero el uno poseía cuatro hermosos caballos, y el otro no tenía más que uno solo; para distinguirlos, pues llamaba al primero Nicolasón, y al otro, Nicolasillo.

Seis días de cada semana Nicolasillo estaba obligado a labrar la tierra de Nicolasón y a prestarle su único caballo; en cambio, Nicolasón le ayudaba con sus dos parejas una vez a la semana, y eso de bastante mala voluntad.

¡Con cuánto gusto hacía chasquear Nicolasillo su látigo los domingos por encima de los cinco caballos! Los miraba como cosa suya. El sol brillaba con vivísima luz; las campanas llamaban al pueblo a la iglesia; los hombres y las mujeres vestidos con los trajes de fiesta, pasaban por delante de Nicolasillo, que labraba la tierra con aspecto alegre y lleno de orgullo, haciendo chasquear su látigo y diciendo:

               – ¡Hala, caballos míos!

               – ¿Para qué dices caballos míos, si no tienes más que uno? -le gritó una vez Nicolasón.

Pero Nicolasillo no hizo caso de esta advertencia y viendo que pasaban otras personas, no pudo remediarlo y empezó a gritar de nuevo:

               – ¡Hala, caballos míos!

               – Te he dicho- le advirtió- Nicolasón que no me gusta que digas eso! ¡Como vuelvas a hacerlo, le pego tal golpe en la cabeza a tu caballo que lo dejo muerto, y te quedas sin ninguno!

               – ¡No lo diré más! -repuso Nicolasillo.

Mas apenas vio pasar algunos conocidos que le saludaron amigablemente con la cabeza, se sintió poseído de orgullo por poder labrar su campo con cinco caballos e hizo chasquear su látigo gritando.

               – ¡Hala, caballitos míos!

               – ¡Yo te enseñaré a que escarmientes! – dijo el otro; y agarrando una maza pegó un golpe tan fuerte en la cabeza del caballo de Nicolasillo, que la pobre bestia cayó muerta en el acto.

Nicolasillo se echó a llorar y empezó a lamentarse, como era muy natural, después, no atreviéndose a armar camorra con Nicolasón, que era muy fuerte y muy bárbaro, desolló al animal muerto, secó la piel al viento, la metió en un saco y se fue al pueblo a venderla.

Era largo el camino, y pasó por un gran bosque. Hacía un tiempo espantoso. Nicolasillo se extravió, y antes de que pudiera volver a encontrar el buen camino vio llegar la noche; era necesario renunciar a entrar en el pueblo, y este temor le llenó de angustia.

Por fortuna, cerca del camino encontró una hermosa granja, que, aunque tenía cerradas las maderas de las ventanas, tenía luz encendida en su interior, según vio por las rendijas de las puertas. Su pecho se dilato por la esperanza.

               – ¡Quién sabe si podré pasar aquí la noche! – pensó; y llamó a la puerta.

Al cabo de un rato le abrió una mujer; pero cuando supo lo que quería le dijo continuara su camino, que su marido había salido y que ella no quería recibir gentes extrañas.

               – ¡Mala suerte es la mía: tendré que acostarme fuera! – murmuró el pobre Nicolasillo, mientras la mujer cerraba dando un portazo.

A un lado de la casa había un pajar lleno de heno, y con el techo en forma de cabaña.

               – Me acostaré aquí dijo Nicolasillo. – La cama no es mala del todo, y no hay otro peligro sino que la cigüeña me pique las piernas.

En efecto; en el techo había una cigüeña acostada en su nido.

Nicolasillo trepó al pajar y se acostó en él, revolviéndose muchas veces para dormir mejor. Las maderas de las ventanas de la casa ajustaban mal, entraba bastante aire; pero, en cambio, pudo ver lo que ocurría en la habitación.

Se acercó a mirar por una rendija, y vio que en el centro de la habitación se levantaba una gran mesa, en la cual había un asado, un pescado y muchas botellas de vino. La dueña de la casa y el sacristán del pueblo estaban sentados junto a la mesa alegremente, y comían, bebían y bromeaban de lo lindo.

               – ¡Cómo se divierten estos dos! – pensó Nicolasillo, alargando la cabeza para ver mejor.

La mujer sirvió un pastel delicioso. No hay que decir que al pobre Nicolasillo se le alargaban los dientes de envidia.

De improviso llegó un hombre a caballo a la casa: era el dueño de la granja que volvía de su expedición.

Apreciábanle todos como a un excelente sujeto; pero tenía una rareza: no podía ver a un sacristán sin enfurecerse. Sin duda, por esta razón, el sacristán había aprovechado la ocasión para hacer una visita a la dueña y darle las buenas noches mientras su marido estaba fuera; y la buena mujer, para hacerle los honores, le servía una deliciosa cena. A fin de evitar disgustos, cuando sintió que su marido llegaba rogó a su convidado que se ocultase en un gran baúl vacío, lo cual hizo él de muy buena gana, conociendo las genialidades del campesino. En seguida la mujer guardó con toda ligereza la comida y el vino en el horno.

               – ¡Qué lástima! – dijo en alta voz Nicolasillo, viendo desde el pajar cómo desaparecían los restos de la cena.

               – ¡Quién habla, desde ahí arriba – exclamó el campesino volviéndose, y viendo a Nicolasillo! – ¿Por qué te acuestas ahí? Baja pronto, que aquí se recibe a todo el mundo, y más en noches como ésta.

Bajo Nicolasillo y contó cómo se había extraviado, después de lo cual le pidió hospitalidad por aquella noche.

               – Te la daré con mucho gusto – respondió el campesino; – pero comamos primero un poco.

Mal repuesta aun del susto, la mujer recibió a los dos con amabilidad, preparó de nuevo la mesa, y sirvió un plato de arroz, sin carne ni pescado. Su marido, que tenía hambre, comió con apetito; pero Nicolasillo pensaba en el delicioso asado, en el pastel y en el vino escondidos en el horno.

Había colocado debajo de la mesa el saco que contenía la piel de su caballo; y como el arroz le parecía muy insípido, apoyó los pies en el saco hizo rechinar a la piel seca.

               – ¡Silencio! ¡Cállate! – dijo a su saco; pero al mismo tiempo le hizo rechinar con más fuerza.

               – ¿Qué tienes en ese saco? -le preguntó el campesino.

               – Un hechicero a quien he conseguido encerrar en él, y que me hace advertencias muy útiles – respondió Nicolasillo, que no tenía pelo de tonto – No quiere que comamos arroz, y dice que, gracias a su magia, hay en el horno un asado, un pescado y un pastel.

               – ¡Eso no puede ser! dijo el campesino, abriendo en seguida, el horno.

Pero al descubrir los soberbios manjares que su mujer había ocultado, se asombró, y llegó a creer que el hechicero había hecho prodigio. La mujer, sin atreverse a decir nada, colocó todo sobre la mesa, y ellos se pusieron a comer como dos benditos el pescado, el asado y el pastel.

Nicolasillo volvió a pisar el saco para que rechinara la piel.

               – ¿Qué dice ahora el hechicero? – preguntó el campesino.

               – Dice que cerca del horno ha hecho poner tres botellas de vino, para hacer el favor completo.

Disimulando su enojo y fingiéndose muy sorprendida, la mujer les sirvió el vino, y el marido se puso a beber alegrándose cada vez más. De buena gana hubiera querido tener un hechicero semejante al que llevaba en el saco Nicolasillo.

               – Querría que tu hechicero me enseñase el diablo, – dijo el campesino – porque eso me agradaría mucho, y ahora con este vinillo no me asustaría fácilmente.

               – Mi hechicero puede hacer todo lo que le mande.

En seguida hizo rechinar el saco.

               – ¿Oyes? Dice que sí; pero el diablo es muy feo, y da miedo verle.

               – ¡Bah! ¡Yo no me asusto fácilmente! ¿qué facha tiene?

Se aparecerá ante nosotros bajo la forma de un sacristán.

               – ¡Vaya una casualidad! ¡Precisamente no puedo soportar la vista de un sacristán! ¡No importa! Como sé que es el diablo, me armaré de valor, con tal que no se me aproxime.

Nicolasillo acercó entonces el oído al saco, como para escuchar lo que le hablaba el hechicero.

               – ¿Qué dice?

               – Pues dice que si quieres abrir este gran cofre que está ahí en ese rincón, verás al diablo; pero es necesario sostener bien la tapa para que no se escape.

               – Ayúdame tú a sostenerla -dijo el campesino, acercándose al cofre donde la mujer había ocultado al verdadero sacristán, que estaba temblando de miedo, de igual modo que ella.

Levantaron la tapa.

               – ¡Dios me valga! gritó el campesino dando un salto atrás. – ¡Ya le he visto! ¡Se parece como una gota de agua a otra al sacristán de nuestra iglesia! ¡Es horrible!

Después volvieron a beber, y no pararon hasta muy avanzada la noche.

               – Si me vendes tu hechicero-dijo, – te daré do lo que quieras; aunque sea una fanega llena de monedas de plata.

               – Saldría perdiendo- respondió Nicolasillo- piensa en lo útil que me es.

               – Es que, además, te quedaría muy agradecido – dijo el campesino insistiendo.

               – Lo haré por darte gusto, – dijo Nicolasillo. – Ya que con tanta franqueza me has dado hospitalidad cederé el hechicero por una fanega llena de monedas de plata; pero has de dármela bien medida.

No quedarás descontento. Sólo te ruego que te lleves el cofre; no quiero que esté ni una hora más en mi casa. ¡Quién sabe si el diablo está en él todavía!

Entonces Nicolasillo dio al campesino su saco con la piel seca, recibiendo en cambio una fanega llena de plata y, además un gran carretón para transportar la plata y el cofre.

               – ¡Adiós! – dijo; y se alejó dejando muy contento a su huésped y rogándole que no desatara el saco para nada del

mundo, porque, sino, se escaparía el hechicero.

Cuando salió del bosque se detuvo en un puente que servía para atravesar un río muy profundo y dijo en alta voz:

               – ¿Para qué me sirve este maldito cofre? ¡Pesa como si estuviera lleno de piedras! Ya estoy cansado de llevarlo y será mejor que lo eche al rio. Si el agua lo lleva a mi casa, me alegraré; pero si no, poco me importa.

Y dicho esto levantó el cofre con una mano como si quisiera tirarlo al agua.

               – ¡Espera, espera! – gritó el sacristán desde el cofre. – ¡No tires el baúl! ¡Déjame salir primero!

               – ¡Jesús! – gritó Nicolasillo fingiendo asustarse. – ¡El diablo está todavía en el baúl! ¡Es necesario que le ahogue en seguida!

               – ¡No, por Dios; yo no soy el diablo! – gritó el sacristán- ¡Déjame salir te daré una fanega de plata!

               – ¡Eso es ponerse en razón! – respondió Nicolasillo abriendo el baúl.

El sacristán salió a escape, echó el cofre vacío al agua, y volvió a su casa para dar a Nicolasillo la fanega de plata. Nicolasillo cargó de este modo su carretón con un peso muy grande pero muy dulce de llevar.

En cuanto llegó a su casa y se vio en su habitación, echó a rodar por tierra todas las monedas, que formaron un montón respetable.

               – ¡Esto es lo que se llama vender bien una piel de caballo! – exclamó-Nicolasón va a morirse de rabia cuando sepa toda la riqueza que el caballo que tan bárbaramente me mató me ha producido.

Dicho esto, envió un muchacho a casa de Nicolasón a rogarle que le prestara una fanega vacía.

               – ¿Qué querrá hacer con ella? – pensó este.

Y puso pez en el fondo, a fin de que se quedase alguna cosa pegada en ella. Cuando le devolvieron la medida se encontró que había pegadas tres monedas.

               – ¡Cómo! – exclamó – será posible que haya medido plata?

Y corrió inmediatamente a casa de Nicolasillo.

               – ¿De dónde has sacado todo ese dinero? – le preguntó

               – De la piel de mi caballo, que la vendí ayer tarde.

               – No sabía que se pagaban tan caras las pieles ahora – contestó Nicolasón.

Volvió a su casa muy de prisa, cogió un hacha, mató sus cuatro caballos, los desolló, y llevó al pueblo las pieles metidas en un saco.

               – ¡Pieles! ¡Pieles! ¿Quién quiere comprar pieles? gritaba por todas partes.

Algunos zapateros y curtidores acudieron a él para preguntarle el precio

               – Quiero fanega de plata por cada una – respondió Nicolasón.

Al principio lo tomaban a broma; pero al ver que insistía, le dijeron:

               – ¿Estás loco? ¿Piensas que tenemos la plata por fanegas, o que esas pieles son objetos preciosos?

El, sin desengañarse aún, continuaba voceando mercancía; y cuando alguno le preguntaba su precio, respondía invariablemente: «El último precio es una fanega de plata cada una».

               – ¡Este tío quiere burlarse de nosotros! – exclamaron al fin; y cogiendo los zapateros sus tirapiés y los curtidores sus delantales, comenzaron a zurrar de lo a Nicolasón.

               – Verás cómo arreglamos bien tu piel y te la ponemos roja y azul – le dijeron. – ¡Largo de ahí, majadero!

Y Nicolasón, molido a palos, tuvo que huir fuera del pueblo.

               – ¡Está bien! – dijo – en cuanto llegó a su casa. – ¡Es turno de Nicolasillo es el que tiene la culpa de todo esto! ¡Voy a matarle!

Mientras tanto, la nodriza de Nicolasillo, que era ya muy vieja acababa de morir; y aunque siempre había sido muy mala para él, la lloró. Colocó a la mujer muerta en su cama para ver si acaso podía volver a la vida, y estuvo toda la noche en un rincón sobre una caja.

A la media noche sintió que se abría la puerta y Nicolasón entró armado de un hacha. Conociendo, el sitio en que estaba la cama de Nicolasillo, se acercó de puntillas y dio un golpe violento en la frente a la vieja ya muerta.

               – ¡Anda, vuelve a burlarte de mí! – dijo alejándose, porque creía haber matado a su enemigo.

               – ¡Qué hombre tan infame¡- pensó Nicolasillo. – A mí es a quien ha querido asesinar. ¡Afortunadamente, la vieja nodriza estaba ya muerta!

Pensando cómo podría vengarse, se le ocurrió una idea, y en cuanto hubo salido el sol vistió a la vieja muerta con su traje de los domingos, pidió un caballo prestado a su vecino, y lo enganchó a su carruaje. Colocó a la vieja en el asiento de atrás de manera que no pudiera caerse, y de este modo atravesó el bosque. Al llegar a una posada se detuvo para pedir algo de comer.

Era el posadero un hombre muy rico, buena persona en el fondo, pero de muy mal genio, como si tuviese el cuerpo de pimienta y guindilla.

               – ¡Buenos días! – dijo a Nicolasillo – ¿Cómo vienes vestido con traje de fiesta?

               – Porque llevo a mi vieja nodriza al pueblo. Llévale un vaso de cerveza para que se refresque, y háblale muy alto porque está sorda como una tapia y apenas oye.

               – ¡Bueno, allá voy! – contestó el posadero; y fue a llenar un gran vaso de cerveza, que llevó a la vieja al coche.

               – Aquí tienes un vaso de cerveza – dijo en voz alta; pero, como es de suponer, la vieja no se movió. – ¿Es que no me entiendes? Aquí tienes un vaso de cerveza de parte de tu amo, añadió gritando con todas sus fuerzas. Pero, por más que gritaba, la pobre vieja no se movía. Entonces el posadero, dominado por la cólera, le tiró el vaso a la cara con tal violencia que la hizo caer hacia atrás en el carruaje.

En aquel momento salió Nicolasillo.

               – ¡Ah, infame! – gritó, sacudiendo al posadero por un brazo – ¡Has matado a mi nodriza! ¡Mira el agujero que le has hecho en la frente!

               – ¡Si; pobre de mí! – respondió el posadero retorciéndose las manos – ¡Por haber cedido a mi mal genio, he cometido un espantoso crimen! ¡Mi querido Nicolasillo, si no dices nada a nadie, te llenaré una fanega de plata, y pagaré a tu nodriza, un entierro de primera clase! ¡Si me delatas, el verdugo me cortará la cabeza, y tú no adelantarás nada, por eso, pues ya no ha de resucitar!

Nicolasillo aceptó: recibió otra tercera fanega de plata, y encargó al posadero del entierro.

Al llegar a su casa envió a un muchacho a pedir a Nicolasón que le prestara una fanega vacía.

               – ¿Qué quiere decir esto? exclamó éste – ¡Acaso no le habré muerto! ¡Es necesario que lo vea por mis propios ojos!

Y se fue a ver a Nicolasillo, llevándole la fanega.

¡Qué ojazos abrió al ver en el suelo tanto dinero ¡

               – ¿Cómo te has arreglado para apoderarte de ese tesoro? – le preguntó.

               – Tú, queriendo asesinarme, mataste a mi nodriza: he vendido su cuerpo, y me han dado por él una fanega de plata.

               – ¡Es un buen precio! – dijo Nicolasón.

Y volviendo a su casa mandó llamar a su vieja nodriza: cogió un hacha, y mató a la pobre mujer. En seguida la colocó en su carruaje, se fue al pueblo y preguntó al boticario si quería comprar un cadáver.

               – Veamos – respondió el boticario; pero primero es preciso saber qué cadáver es.

               – No tenga usted cuidado: es el de mi nodriza, que la he matado para venderla por una fanega. de plata.

               – ¡Qué barbaridad! – dijo el boticario – ¿Está usted loco para decir semejantes cosas que pueden costarle la cabeza?

Mas cuando después se enteró el boticario de la verdad hizo comprender al mal hombre todo el horror de su conducta, y la pena que por ella había merecido. Asustado Nicolasón, saltó a su carruaje, azotó a los caballos y se volvió a galope.

Todos le creían loco

               – «¡Yo me vengaré! – gritaba conforme iba por la carretera. – Yo me vengaré de Nicolasillo!»

Y sin renunciar a esta idea, en cuanto entró en su casa, cogió un saco grande fue a casa de Nicolasillo y le dijo:

               – ¡Te has burlado de mí por segunda vez! Después de haber muerto a mis cuatro caballos, he matado a mi nodriza. Tú eres la. única causa de todo mi mal, ¡pero pagarás caras tus bromas!

En seguida agarró a Nicolasillo por medio del cuerpo, le metió en el saco y se lo echó al hombro, diciendo:

               – ¡Voy a ahogarte!

El camino hasta el río era largo. Nicolasillo pesaba bastante, por lo cual Nicolasón se detuvo en una taberna para tomar un jarro de aguardiente, dejando el saco detrás de la casa, por donde no pasaba nadie.

               – ¡Ay! ¡Ay! -gemía, el pobre Nicolasillo en el saco, volviéndose y revolviéndose, pero sin poder desatar la cuerda que le cerraba la salida.

Por fortuna, dio la casualidad de que una vaca escapada del prado fue corriendo por aquel sitio, y un viejo pastor corrió en su persecución para obligarla a reunirse al rebaño. Viendo que el saco se movía, se detuvo.

               – ¿Quién está por ahí? – exclamó.

               – ¡Un pobre joven que va a entrar ahora mismo en el Paraíso!

               – ¡Pues vaya un motivo para entristecerse! Yo, pobre viejo, me daría por muy contento entrando lo más pronto posible.

               – Pues bien; si lo deseas, te haré ese favor. Abre el saco, y ponte en mi lugar; pronto estarás allí.

               – ¡Con mucho gusto! – dijo el viejo pastor, abriendo el saco y dejando salir de él a Nicolasillo – Pero ¿Me prometes guardar mi rebaño?

               – ¡Pierde cuidado; lo guardaré bien!

El viejo entró muy contento en el saco, y Nicolasillo lo ató con fuerza. Hecho esto reunió todo el ganado y se alejó, llevándoselo por delante.

Poco después Nicolasón salió de la taberna y se echó el saco a la espalda. Le pareció más ligero, porque el viejo pastor estaba flaco y pesaba mucho menos que Nicolasillo. «¡Es el aguardiente que me ha dado fuerzas! – dijo. – ¡Tanto mejor!» Y cuando llegó al río arrojó al pastor a él, diciéndole:

               – ¡Ahora ya no me engañarás más!

Tomó después el camino de su casa; pero poco antes de llegar al pueblo se encontró con Nicolasillo, que llevaba delante de si un rebaño de vacas.

               – ¡Qué es lo que veo! -exclamó Nicolasón frotándose los ojos – ¿No te he ahogado?

               – Si tú me tiraste al rio hace una media hora.

               – Entonces ¿Cómo estás aquí, y de dónde te ha venido ese rebaño de vacas?

               – Son vacas marinas. Voy a contarte lo que me ha pasado, después de agradecerte que me hayas tirado al rio, porque ahora soy rico para siempre, como ves. Encerrado en el saco, temblaba de miedo; el viento me silbaba en los oídos cuando me echaste al agua fría. Llegué en seguida al fondo; pero sin hacerme daño pues hay en él una hierba larga y flexible. Cuando creía. que iba a ahogarme de un momento a otro, sentí que abrían el saco, y una preciosa señorita vestida de blanco con una corona de plantas y flores acuáticas en la cabeza, me cogió de la mano y me dijo: «¡Te esperaba, mi querido Nicolasillo! No tengas miedo, que a mi lado no te ahogarás. ¡Mira que precioso regalo voy a hacerte» y me enseñó este rebaño de vacas! Le di las gracias con mucha cortesía Y le besé la mano, rogándole que me enseñara el camino para volver a la tierra, lo cual hizo con mucha amabilidad. Has de saber ahora, Nicolasón en el fondo del mar hay hermosas ciudades, y que el rio no es más que un gran camino bordeado de corpulentos árboles, campos de verdura y perfumadas flores. Yo veía a los peces nadar alrededor de mi cabeza de modo que los pájaros vuelan por el aire, y en todos los valles pacía un ganado gordo y magnífico. No tardé en llegar con mi rebaño a un monte que conducía a la tierra, y aquí me tienes.

               – ¡Qué suerte has tenido! -dijo Nicolasón. – ¿Crees que también tendría yo un rebaño de vacas si bajase al fondo del río?

               – ¡No hay duda! Y hasta es fácil que te dieran más que a mí. Yo no podré llevarte en saco hasta allí, porque pesas demasiado; pero si quieres ir, después de encerrarte en el saco yo te echaré de buena gana, porque no soy envidioso, y me gusta que los amigos hagan también su fortuna.

               – ¡Eres un buen chico, Nicolasillo! Pero te advierto que, si no vuelvo de la mar con un rebaño de vacas tan bueno por lo menos como el tuyo, te doy de garrotazos hasta dejarte muerto.

               – ¡No hay cuidado! – replicó Nicolasillo sonriendo; y se pusieron en camino.

En cuanto las vacas, que vieron el agua, escaparon a correr para beberla.

               – ¡Mira qué de prisa van! – dijo Nicolasillo – ¡Les falta tiempo para volver al fondo!

               – Ya hemos llegado. ¡Ayúdame! – contestó impaciente Nicolasón metiéndose en el saco. – Y para más seguridad añade una gran piedra para que llegue en seguida al fondo.

               – ¡No tengas cuidado – dijo Nicolasillo – que tú llegarás!

Pero pesar de esto, añadió una enorme piedra,

ató el saco y lo tiró al río.

Como fácilmente se comprende, Nicolasón se hundió para no volver a salir más.

¡Anda; ¡busca ahora a la señorita de las vacas, gran penco! – dijo Nicolasillo; y en seguida llevó su ganado hacia el pueblo y se volvió contento a su casa.

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