El hombrecillo y la playa secreta

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Joselina era muy aficionada a las aventuras. Trepaba a las copas de los árboles, y cuando sólo tenía tres años escapó dos veces de su casa corriendo carretera abajo, para ver a donde iba a parar.

Un día sus padres la llevaron a vivir a la playa; y, después de estar allí algún tiempo, la muchacha observó que nunca podía llegar a cierto sitio de la orilla, porque un pedazo saliente de roca penetraba mucho dentro del mar y el acantilado era tan alto, que le era imposible

Una mañana Joselina se despertó muy temprano, se sentó en la cama y empezó a pensar qué bonito sitio seria la playa para correr una aventura, si pudiera encontrar un camino hasta la roca. Momentos después, se levantó, se vistió y salió corriendo a lo largo de la carretera que conducía al mar.

Después de correr un buen rato, se encontró muy fatigada y se tendió en el suelo descansar, y estando echada, medio dormida, vio de repente a un hombrecillo negro vestido como un carbonero, que iba corriendo por la hierba hacia la boca de una conejera por la cual desapareció.

Joselina quedó asombrada se levantó y aun se avivó más su curiosidad cuando notó que el hombre negro había dejado caer un pedacito de bizcocho del que había comido. Como tenía mucho apetito, la niña lo recogió y se lo comió y de pronto empezó a decrecer y decrecer hasta que se quedó, por fin, un poco más pequeña que el hombre negro. Entonces pudo entrar fácilmente por el agujero y se puso a correr en un pasadizo oscuro y al atravesarlo le daba el corazón fuertes latidos, porque pensó que aquella conejera conduciría a la playa solitaria.

Y asi fue. Cuando Joselina llegó a la orilla tuvo que cerrar los ojos, pues en lugar de piedras que de ordinario suelen haber en una playa, veíanse diamantes, perlas, rubíes, esmeraldas y toda clase de piedras preciosas. ¡Qué bonitas eran! Pero lo malo era que tenía tanto sueño y tanta hambre, que no la alegraba la vista de aquellas joyas. Se metió algunas en los bolsillos y determinó marcharse a su casa. Pero cuando intentó buscar el agujero por el cual había entrado no pudo encontrarlo y siguió corriendo de un lado para el otro, cada vez más contrariada, muy cansada y con mucho apetito. Por fin vio que había llegado muy cerca del hombre negro, que estaba llenando un saco de piedras preciosas.

Joselina dejó escapar un grito ahogado de alegría y le dijo muy cortésmente: – Por favor, ¿puede usted indicarme la salida?

El hombre de negro dio un salto y se volvió a ella encolerizado.

               – ¿Cómo has llegado aquí? – gritó – ¡A pesar de las precauciones que he tomado para impedir que entréis repugnantes hadas! ¡Como si no tuvieses cosas bastante bonitas, para que vengáis a robarme las mías!

               – Escúcheme usted, – contestó Joselina atemorizada. – Yo no necesito sus piedras preciosas. Sólo quiero desayunarme, porque tengo un hambre atroz. Y rompió a llorar.

El hombre negro la miró durante un minuto, y después hizo una mueca.

               – No eres un hada- dijo – sino una niña tonta.

No sabía que las niñas fuesen tan pequeñitas. El hombrecillo se alegró, al ver que Joselina no sería un hada malhechora puesto que las hadas no lloran, y se tranquilizó.

               – ¿Quieres almorzar? – le preguntó. Es fácil. Y sacando una varita negra le dio unas cuantas vueltas en el aire y ¿qué sucedió entonces? Todas las piedras que había por allí se convirtieron en pasteles, tortas de jamón, confites, bollos, etc.

Joselina se sentó y comió a sus anchas cuanto quiso, mientras el hombre negro volviéndose de espaldas, continuó llenando el saco de piedras.

Cuando la niña concluyó de comer se levantó, tosiendo ligeramente.

               – Permítame – dijo muy tranquila. – ya he comido bastante. Gracias, muchas gracias. Y ahora le ruego que me enseñe el camino de mi casa.

El hombre negro se volvió. – Hablas muy bien, – dijo – y apostaría que estás pensando que soy un hombre malo. Pero la culpa la tienen aquellas hadas. No he descuidado manera alguna para ocultarles el camino que me trae aquí, y, sin embargo, vienen a robarme mis piedras. Por eso quiero llevarlas a otra parte.

               – Y ¿a dónde las lleva usted? – preguntó Joselina.

El hombre negro la miró, limitándose a exclamar ¡Ah!

Joselina comprendió que aquello era un secreto, y entonces se acordó de las piedras que se había metido en el bolsillo.

               – Soy tan mala como las hadas – dijo. – Yo también he robado algunas piedras; perdóneme usted. Y sacó de su bolsillo un diamante, una perla y un rubí que había cogido del suelo. Pero el hombre negro le dijo que podía quedarse con ellas, con tal que le prometiera no decir a nadie dónde las había encontrado.

Joselina lo prometió y volvió a preguntarle por el camino de su casa.

               – Ven – le dijo el enano recogiendo el saco, y la guio a lo largo de la costa a un agujero del acantilado.

               – Ahora, échate en el suelo y cierra los ojos, – dijo el hombre negro – y en un instante te encontrarás en tu camita.

Joselina obedeció; cerró los ojos y la sobrecogió un sueño tan grande que se durmió profundamente.

Cuando despertó se encontró en su propia camita.

               – He debido soñar – dijo. Y para asegurarse saltó de la cama y metió la mano en los bolsillos de su vestidito. Había algo muy duro en ellos. Excitada su curiosidad, la niña sacó una cosa…

¡Era un diamante tan bello! Volvió a meter la mano … ¡Una perla tan grande como un huevo! Y por tercera vez metió la mano y encontró un rubí como una manzana. Estaba contenta.

Cuando bajó a desayunarse enseñó a sus padres aquellos tesoros maravillosos. Los padres de Joselina no podián dar crédito a lo que veían sus ojos.

Preguntaron a la niña de dónde había sacado aquellas piedras, pero ella se acordó de repente de su promesa y dijo:

               – He prometido no decirlo.

               – Muy bien, Joselina- dijo su madre, a quien gustaba que la niña cumpliera siempre sus promesas, y comprendiendo que las piedras preciosas venían de las hadas. Joselina nunca lo reveló a nadie.

Su padre las vendió y obtuvo una suma tan grande, que cuando Joselina llegó a la mayor edad, pudo comprar una bonita casa con jardín donde recogía a todos los pobrecitos hambrientos y sin vestidos que encontraba en la calle, para que fuesen a vivir con ella.

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