La rana encantada

Photo by Ladd Greene on Unsplash
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EN aquellos tiempos, por desgracia pasados, en que todo deseo se cumplía, vivía un rey cuyas hijas eran todas muy hermosas, pero la menor lo era de modo que el mismo sol, que tanto bueno ha visto, se asombraba cada vez que iluminaba su rostro.

Cerca del castillo real había un bosque grande y sombrío, y en éste, bajo un viejo tilo, un pozo.

Cuando hacía mucho calor, iba la hija del rey al bosque y se sentaba a la orilla del pozo, y si quería divertirse, cogía una bola de oro, la tiraba a lo alto y volvía a cogerla. Era el juego que más la distraía.

Sucedió una vez que, al tirar en alto la bola de oro, no cayó en sus manos, sino al suelo y de allí rodó al agua.

Siguióla la princesa con los ojos, pero la bola desapareció, y el pozo era tan hondo, que no había esperanza de recobrarla.

Entonces comenzó a llorar sin consuelo.

En esto oyó una voz que decía:

  • ¿Qué tienes hija del rey, que lloras de un modo capaz de enternecer a una piedra?

Miró en derredor para ver de dónde salía la voz, y vio una rana que sacaba del agua su asquerosa cabeza.

  • ¡Ah! ¿Eres tú, vieja rana? – le dijo.
  • Lloro por mi bola de oro, que se me ha caído en el pozo.
  • Cállate – contestó la rana: yo puedo ayudarte, pero, ¿qué me das si te saco tu juguete?
  • Lo que quieras, querida rana – le dijo: —mis vestidos, mis perlas y piedras e preciosas, hasta la corona de oro que llevo puesta, te la daré con gusto.

La rana contestó:

  • No quiero tus vestidos, ni tus perlas, ni tus piedras preciosas, ni tu corona de oro; pero si quieres tenerme contigo como amiga y compañera en tus juegos, sentarme a tu mesa, darme de comer en tu plato de oro, de beber en tu copa y acostarme en tu lecho, bajaré al pozo y te subiré la bola de oro.
  • ¡Ah! -dijo ella.—Te prometo todo lo que quieras, con tal que me devuelvas la bola.

Pero pensaba:

  • ¡Qué cosas pide esa infeliz rana! Puede cantar en el agua entre sus iguales, pero no puede ser compañera de ningún ser humano.

La rana cuando se le prometió lo que pedía, hundió la cabeza en el agua, bajó al fondo del pozo, y poco después apareció de nuevo llevando en la boca la bola de oro y la arrojó en la hierba.

La hija del rey, llena de alegría cuando vio su hermoso juguete, lo cogió y echó a correr con él saltando.

  • Espérate, espérate. – le gritó la rana. – ¡Llévame contigo; yo no puedo correr tanto como tú!

Pero de nada le sirvió gritar, porque la princesa no le hacía caso: corría a su casa, y muy pronto olvidó a la pobre rana, la cual tuvo que volverse a su vivienda.

Al día siguiente, cuando estaba sentada a la mesa con el rey su padre y los cortesanos, y al comer en su plato de oro, oyó subir una cosa por la escalera de mármol de Palacio. El que llegaba llamó a la puerta y exclamo:

  • ¡Hija menor del rey, ábreme!

Se levantó la princesa y quiso ver quien llamaba; pero al abrir vio a la rana. Cerró la puerta corriendo y se sentó de nuevo a la mesa con mucho miedo.

Notando el rey la agitación de su hija, le dijo:

  • Hija mía, ¿qué tienes? ¿Hay en la puerta algún gigante que venga por ti?
  • ¡Ah, no! – contestó. — No es ningún gigante; es una rana muy fea.
  • ¿Qué quiere de ti la rana?
  • ¡Ay, amado padre! Cuando estaba ayer jugando en el bosque junto al pozo, se me cayó al agua mi bola de oro. Como lloraba, la rana me la subió, después de haberme exigido que le ofreciese ser su compañera; pero nunca creí que pudiera alejarse del agua. Ahora ha salido y quiere entrar en Palacio.

Entre tanto llamaba por segunda vez la rana, diciendo:

  • ¡Hija menor del rey, ábreme! ¿No sabes lo que me dijiste ayer junto al pozo? ¡Hija menor del rey, ábreme!

Entonces dijo el rey:

Lo que has prometido debes cumplirlo: vé y abre.

Fué y abrió la puerta y entró la rana, que acompañó a la niña hasta llegar a su silla. Se sentó en el suelo y dijo:

  • ¡Levántame!

La niña vacilo, hasta que se lo mandó el rey. La rana saltó de la silla a la mesa y dijo:

  • Ahora acércame tu plato de oro para que comamos juntas.

Hízolo en seguida, pero se conocía que a disgusto.

La rana comió mucho, pero la niña no podía pasar bocado.

Al fin dijo la rana:

  • Estoy harta y fatigada: llévame a tu alcoba y prepara tu cama de seda para que durmamos.

La hija del rey comenzó a llorar: tenía miedo de la rana, que quería dormir en su hermoso y limpio lecho.

Pero el rey se incomodó y dijo:

  • No debes despreciar a la que te ayudó cuando la necesitabas.

Entonces la cogió con dos dedos, la llevó y la puso en un rincón.

En cuanto estuvo la niña acostada en la cama, se acercó la rana saltando y le dijo:

  • Estoy cansada. Quiero dormir tan cómodamente como tú: súbeme a la cama, o se lo digo a tu padre.

La princesa se incomodó mucho; cogió a la rana y la tiró contra la pared con todas sus fuerzas, diciendo:

  • ¡Ahora descansarás, rana asquerosa!

Pero cuando cayó al suelo, la rana se convirtió en un príncipe, que fue desde entonces, por la voluntad de su padre, su querido compañero y esposo, y le contó que había sido encantado por una mala hechicera, que nadie podía sacarle del pozo sino ella, y que al día siguiente se marcharían a su país juntos.

Muy de mañana los esperaba una magnífica carroza tirada por ocho caballos blancos que llevaban hermosas plumas en la cabeza y tenían por riendas cadenas de oro; detrás iba el fiel criado del joven príncipe, llamado Enrique.

Este se había afligido tanto cuando su señor fué convertido en rana, que se había puesto tres barras de hierro encima del corazón para que no se le saltase con el dolor у la pena.

Ya instalados en el soberbio coche del joven príncipe, el fiel Enrique se colocó detrás de los esposos, e iba lleno de alegría por la salvación de su amo.

Cuando hubieron andado algunas leguas, oyó el hijo del rey una cosa que sonaba detrás de él, como si se rompiera algo.

Entonces se volvió y dijo:

  • Enrique, ¿se ha roto el coche?
  • No, señor; no se ha roto el coche, si no una de las barras que puse sobre mi corazón cuando estuvisteis en el pozo, convertido en rana.

Dos veces más se oyó el mismo ruído, El hijo del rey creía siempre que se rompía el coche, y eran las barras que se quebraban sobre el corazón del fiel Enrique, por que su señor era feliz.

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