El Bajá Pastor

HABIA una vez en Bagdad un bajá, tan amado del sultán como temido de sus súbditos. Ali, que así se llamaba, era un verdadero musulmán, un turco chapado a la antigua. En cuanto la luz de la aurora permitía distinguir un hilo blanco de otro negro, extendía una alfombra en el suelo, y, con el rostro vuelto hacia la Meca, hacia con fervor sus abluciones y elevaba sus preces al poderoso Alá. Terminadas sus devociones, dos esclavos negros, vestidos de escarlata, le traían la pipa y el café, instalábase en un diván, con las piernas cruzadas, y así permanecía el día entero. Su manera de gobernar consistía en beber, a pequeños sorbos, aromoso café de Arabia, negro, amargo y muy caliente, fumar tabaco de Esmirna en una larga pipa, dormir, no hacer nada y pensar todavía menos. Es verdad que cada mes, una orden procedente de Estambul le mandaba enviar al tesoro imperial un millón de piastras, tributo del bajalato; pero, cuando llegaba el caso, el bueno de Alí, saliendo de su quietud ordinaria, hacía que se le presentaran los mercaderes más ricos de Bagdad y les pedía cortésmente dos millones de piastras. Los infelices levantaban las manos al cielo, se golpeaban el pecho, mesábanse la barba, juraban, llorando, que no tenían un para, e imploraban la piedad del bajá y la misericordia del sultán. Visto lo cual, Alí, sin cesar de sorber su café, les hacía dar de palos en las plantas de los pies, hasta que le traían el dinero que juraban no poseer, y que acababan siempre por hallar en algún sitio. En estando completa la suma, el fiel administrador enviaba la mitad al sultán, encerraba la otra mitad en sus cajas, y seguía después fumando con la imperturbable calma de siempre. A veces, a pesar de su reconocida paciencia, se quejaba en tal día de los desvelos que ocasiona la grandeza y de las fatigas que el poder acarrea; pero al día siguiente lo daba todo al olvido, y al mes inmediato recaudaba los tributos con la misma tranquilidad y el mismo desinterés. Era un verdadero modelo de bajaes.

Después de la pipa, del café y del dinero, lo que más amaba Ali en este mundo era a su hija, Encanto de los Ojos. Y tenía razón para amarla, porque en ella se veía el bajá retratado, como en un espejo vivo, con todas sus virtudes. Tan holgazana como bella, Encanto de los Ojos no podía dar un paso sin tener a su lado tres mujeres, dispuestas siempre a servirla: una esclava blanca cuidaba de su peinado y aseo, otra amarilla le tenía el abanico o el espejo, y otra negra la divertía con sus contorsiones y muecas y recibía a cambio de ellas sus caricias o sus golpes. La hija del bajá salía cada mañana en un carro tirado por bueyes; pasaba tres horas en el baño, y empleaba el resto del tiempo haciendo visitas, comiendo dulces exquisitos, bebiendo delicados sorbetes, viendo bailar espléndidas danzas у burlándose de sus mejores amigas. Después de un día tan admirablemente empleado, regresaba a su palacio, le daba un beso a su padre y dormía de un tirón toda la noche, sin soñar. Leer, reflexionar, bordar, tocar cualquier instrumento de música, eran trabajos que

Encanto de los Ojos relegaba a sus sirvientas. Cuando se es joven y bella, rica e hija de un baja, se ha nacido para divertirse y gozar, y ¿hay acaso en la tierra nada tan agradable y divertido como el dulce placer de no hacer nada? Así razonan los turcos; pero ¡cuántos cristianos no hay que proceden en esto ni más ni menos que los indolentes secuaces del Corán!

Sin embargo, no hay en este mundo ventura sin amargor, ni rosa sin espinas, de lo contrario, la tierra sería un paraíso. Ali pudo convencerse de ello. Un día de recaudación del impuesto, el vigilante baja, menos avisado que de costumbre, hizo apalear por error a un haya griego, protegido de Inglaterra. El protegido grito, porque a ello tenía derecho; pero el cónsul inglés, que no había dormido aquella noche, gritó más fuerte aún que el azotado, e Inglaterra, que no duerme jamás, gritó más recio que el cónsul. Los periódicos, alzando aún más el tono, clamaron hasta poner el grito en el cielo; los diputados se hartaron de escandalizar en el Parlamento, y el gobierno mostró a Constantinopla los puños. Tan gran ruido por cosa tan pequeña hubo de fatigar al sultán, y, no pudiendo desembarazarse de su fiel aliada, que le inspiraba miedo, quiso al menos librarse del bajá, causa inocente de todo aquel alboroto. El primer pensamiento de Su Alteza fue hacer estrangular a su antiguo amigo; mas reflexionó después que el suplicio de un musulmán proporcionaría demasiada satisfacción y engreimiento a los perros cristianos, que no cesan jamás de ladrar; así que, en su inagotable clemencia, el jefe de los creyentes contentose con disponer que se abandonase al bajá en alguna playa desierta, y se le dejase morir de hambre.

Por fortuna para Ali, su sucesor y juez era un bajá sexagenario y machucho, cuyo celo se habían los años encargado de templar, muy conocedor, por experiencia, de que la voluntad de los sultanes no es absolutamente inmutable. Pensó que, andando el tiempo, podría Su Alteza añorar al antiguo amigo, y entonces le agradecería que hubiese usado con él de una clemencia que nada le costaba. Así, pues, dispuso que le trajeran en secreto a Alí y a su hija, dióles unos vestidos de esclavos y algunas piastras, y les previno que si al siguiente día se los encontraba en el bajalato, o si oía pronunciar alguna vez sus nombres, los haría colgar o decapitar, según lo que más les conviniera. Dióle gracias Alí por tan inesperadas bondades, y, una hora más tarde, había partido con una caravana que se dirigía a Siria. Aquella tarde proclamóse en las calles de Bagdad la caída y destierro del bajá, en medio de un regocijo universal, rayano en la embriaguez. Por todas partes oíase celebrar la justicia y vigilancia del Sultán, que se interesaba siempre por la felicidad de sus hijos. Y así, cuando al mes siguiente exigió el nuevo bajá que tenía la mano un poco dura, dos millones y medio de piastras, el buen pueblo de Bagdad pagó sin regatear, satisfecho de verse libre de las garras del bandido que durante tantos años los había saqueado impunemente.

Salvar la cabeza ya es bueno, mas no basta; hay que vivir, lo cual no es fácil tarea para un hombre acostumbrado a este fin con el trabajo y el dinero de los demás. Al llegar a Damasco, Alí se encontró sin recursos. Sin parientes, sin amigos, sin conocer siquiera a nadie, se moriría materialmente de hambre, y, lo que es peor aún para un padre, veía palidecer y marchitarse a la hija a quien tanto amaba. ¿Qué hacer en tan duro trance?, ¿implorar una limosna? Esto era indigno de un personaje que, la víspera, puede decirse, tenía un pueblo de rodillas a sus pies. ¿Trabajar? Alí había vivido siempre como un príncipe, y no sabía hacer nada. Todo su secreto, cuando tenía necesidad de dinero, consistía en hacer apalear a los pagadores recalcitrantes; pero, para ejercer en paz esta respetable industria, es preciso ser bajá y tener un nombramiento firmado por el Padre de los Creyentes. Ejercer este oficio como un simple aficionado, exponiéndose a sus riesgos y peligros, era correr el albur de ser ahorcado como salteador de caminos. Los bajaes no toleran la competencia de nadie. Ali lo sabía muy bien: La mejor acción de su vida había sido mandar poner en la horca, de cuando en cuando, a tal cual ladrón de menor cuantía, que había cometido la torpeza de meterse a cazar en los terrenos de los grandes.

Un día que hubo de pasárselo sin probar bocado y en que Encanto de los Ojos, debilitada por el hambre, no había podido abandonar la estera donde dormía, Alí, errando por las calles de Damasco, como lobo hambriento, vio unos hombres que cargaban sobre la cabeza cántaros de aceite y los conducían a un almacén no lejano. A la puerta de este último había un dependiente que pagaba a cada uno un para por viaje. La vista de esta pequeña moneda de cobre hizo estremecer al antiguo bajá. Incorporóse a la fila y, subiendo una pequeña escalera, recibió un enorme cántaro que a duras penas podía conservar en equilibrio sobre su cabeza, a pesar de sostenerlo con ambas manos.

Alí descendía paso a paso cuando, al tercer escalón, sintió que la carga se le venía hacia adelante; inclinóse hacia atrás, resbalaron sus pies y rodó hasta el final de la escalera, seguido del cántaro hecho pedazos y del aceite, que le inundaba. Al levantarse, avergonzado, sintióse el cuello agarrotado por las manos del dependiente de la casa.

               – ¡Torpe! —le dijo este último, – págame ahora mismo cincuenta piastras por el destrozo que has hecho, y sal inmediatamente de aquí. Cuando no se sabe un oficio, no se trata de ejercerlo.

               – ¡Cincuenta piastras! —dijo Ali sonriendo amargamente – ¿De dónde queréis que las saque? No poseo ni un para.

               – Si no pagas con dinero, pagarás con la piel — replicó sin inmutarse el empleado.

Y, a una señal de este hombre, cuatro brazos vigorosos derribaron a Alí al suelo; atáronle las piernas; y, en la postura en que él había mandado colocar con tanta frecuencia a los demás, recibió en las plantas de los pies cincuenta palos, administrados con tantos bríos como si hubiera estado presenciando el castigo un baja.

Lavantose ensangrentado y cojo de ambas piernas, envolvióse los pies en unos harapos y se arrastró hasta su casa, suspirando tristemente.

               – Dios es grande-murmuraba, y es justo que yo sufra lo que he hecho sufrir a los otros; pero los mercaderes de Bagdad, a quienes hacía azotar, eran más dichosos que yo: tenían amigos que pagaban por ellos, mientras yo me muero de hambre, sin más consuelo que los palos recibidos.

Se engañaba: una buena mujer que, por acaso o por curiosidad, había visto su desgracia, compadecióse de él. Dióle aceite con que curar sus heridas, un pequeño saco de harina y unos cuantos puñados de habichuelas, para que pudiese vivir en tanto que se le sanaban las llagas; y aquella misma noche, por primera vez después de su caída, pudo dormir Ali sin inquietarse por el mañana.

Nada aguza tanto el ingenio como la soledad y los males. Durante su encierro forzado, se le ocurrió a Alí una idea luminosa. «He sido un necio — pensó — al tomar el oficio de mozo de cordel: un bajá no suele tener la cabeza vigorosa; este honor es preciso otorgárselo a los bueyes. Lo que distingue a las personas de mi condición es la habilidad, la ligereza de manos; yo era un cazador sin igual; sé, además, como se adula y se miente; en esto soy maestro, puesto que he sido bajá; elegiré un oficio en que pueda asombrar a la gente con estas maravillosas cualidades y labrarme con rapidez una fortuna respetable».

Como consecuencia de estas reflexiones, Alí se hizo barbero.

Al principio todo fue bien; el patrón del nuevo oficial le hacía sacar el agua, lavar el suelo de la tienda, sacudir las esteras, arreglar los utensilios y servir el café y las pipas a los parroquianos. Alí desempeñaba de un modo maravilloso estas delicadas funciones. Si, por casualidad, se le confiaba la cabeza de algún labrador de la montaña, pasaba inadvertido cualquier corte que le hacía; estas buenas gentes tienen la piel muy dura y no ignoran que están hechos para ser desollados; una cortadura más o menos, no les causa novedad alguna ni les hace perder su estupidez natural.

Cierta mañana, durante la ausencia del patrón, entró en la barbería un gran personaje, cuya sola vista fue bastante para intimidar al pobre Ali. Era el bufón del bajá, un horrible jorobado, que tenía la cabeza como una calabaza, largas patas velludas, mirada inquieta y la dentadura de un simio.

Mientras Ali le vertía sobre el cráneo una espuma olorosa, el bufón, tumbado sobre su asiento, se entretenía en pellizcar al nuevo barbero, riéndose de él en sus narices y enseñándole la lengua. Dos veces le tiró de las manos la vasija del jabón, experimentando tal regocijo con ello, que le arrojó cuatro paras. El prudente Alí, sin embargo, no perdió su seriedad; fija toda su atención en cabeza de tanto valor, hacía correr la navaja sobre ella con regularidad y ligereza admirables, cuando, de repente, hizo el jorobado una mueca terrible y lanzó un grito espantoso; y, asustado el barbero, retiró la navaja de una manera tan brusca, que se trajo en la mano media oreja, que no era, ciertamente, parte de las suyas.

A los bufones les agrada reírse, pero a expensas de los demás. No hay personas que tengan la epidermis tan sensible como las que acostumbran a herir la del prójimo con picantes chanzonetas. Emprenderla a mojicones con Alí y apretarle el gaznate gritando ¡al asesino!, fue para el jorobado obra de un solo instante. Por fortuna para Alí, el corte era tan grande, que fue preciso que el herido se ocupase de su oreja, de la que manaba en abundancia la sangre. Aprovechó el barbero este momento favorable, y echó a correr por las calles de Damasco, como quien no ignora que si le dan alcance lo ahorcan.

Después de dar mil rodeos, ocultose en una caverna ruinosa y no osó regresar a su casa sino al amparo de las tinieblas y del silencio de la noche. Permanecer en Damasco después de este acaecimiento, era ir a una muerte cierta. No le costó trabajo convencer a su hija de que era preciso partir sin demora; y, como el equipaje no era muy voluminoso, antes que despuntase la aurora habíanse internado en la montaña. Caminaron, sin detenerse para nada, por espacio de tres días, sin tomar más alimento que algunos higos arrancados de las higueras del camino, y sin beber más agua que la hallada, a fuerza de trabajo, en el fondo de los torrentes desecados. Pero no hay mal que por bien no venga, porque jamás, ni en los tiempos de su mayor esplendor, habían comido ni bebido el bajá ni su hija con tan envidiable apetito.

Al final de una de sus jornadas, los fugitivos fueron acogidos por un excelente labriego que practicaba con largueza la santa ley de la hospitalidad. Acabada le cena, hizo hablar a Ali, y, viéndole sin recursos, le propuso que entrara a su servicio, de pastor. El conducir a la montaña una veintena de cabras, seguidas de una cincuentena de ovejas, no era oficio muy difícil; dos buenos perros llevaban la parte más ruda del trabajo; no se corría el riesgo de cometer una torpeza; se tenía a discreción leche y queso, y si bien es verdad que el labriego no le daría un solo para, permitiría, en cambio, que Encanto de los Ojos tomase tanta lana como pudiera hilar, para vestirse a sí y a su padre. Ali, a quien no quedaba otra disyuntiva que perecer de hambre o ser ahorcado, decidióse sin gran disgusto a hacer vida patriarcal; y, a partir de la mañana siguiente, internóse en la montaña con su hija, sus rebaños y sus perros.

Cuando estuvo en el campo, volvió de nuevo a caer en su indolencia. Tirado en el suelo, de espaldas, y fumando su pipa, pasábase la vida contemplando los pájaros que revoloteaban por el aire. La pobre Encanto de los Ojos no se sentía tan resignada; soñaba con Bagdad; y su rueca no le hacía olvidar los dulces ocios de otras épocas.

               – Padre mío — solía decir con frecuencia, — ¿para qué sirve la vida cuando no es más que una perpetua miseria? ¿No hubiera sido mejor perecer de una vez que morir a fuego lento?

               – Dios es grande, hija mía — respondíale el prudente pastor, y todo lo que hace está bien hecho. Tengo el necesario reposo, que, a mi edad, es el mayor de los bienes; y por eso ya ves que me resigno. ¡Ah, si hubiese aprendido un oficio! Tu posees juventud e ilusiones, y puedes esperar todavía a que vuelva a sonreírte la fortuna. Bien puedes consolarte.

               – Me resigno, padre mio — respondía Encanto de los Ojos suspirando.

Pero cuanto más crecían sus esperanzas, menor era su resignación.

Un año largo hacía que Alí llevaba esta dichosa vida solitaria, cuando, una mañana, el hijo del bajá de Damasco fue a cazar a la montaña. Persiguiendo un pájaro herido, hubo de extraviarse, y, solo y separado de su séquito, procuró encontrar el camino siguiendo la corriente de un arroyo, cuando, al dar la vuelta a una peña, tropezaron sus ojos con una joven que, sentada sobre la yerba, con los pies dentro del agua, trenzaba su larga cabellera. A la vista de tan bella criatura, lanzó un grito Yusuf. Encanto de los Ojos alzó entonces la cabeza, y, asustada al ver un extraño, corrió en busca de su padre, dejando al príncipe atónito y asombrado.

               – ¿Qué es esto? – pensó Yusuf. —La flor de las montañas es más fresca que la rosa de los jardines; esta hija del desierto es más bella que nuestras sultanas. He aquí la mujer que he soñado.

Corrió en persecución de la desconocida, tan de prisa como le permitían las piedras que bajo sus pies resbalaban, y hallo al fin a Encanto de los Ojos ocupada en ordeñar las ovejas, en tanto que Alí llamaba a los perros, cuyos furiosos ladridos delataban la aproximación de un extraño. Yusuf manifestó con dolorido acento que se había extraviado y estaba pereciendo de sed; y Encanto de los Ojos le trajo inmediatamente leche en un pote de barro. Bebióla él con lentitud, sin decir una palabra, contemplando alternativamente al padre y a la hija, y luego, al fin, decidióse a preguntar cuál era el camino. Alí, seguido de sus perros, condujo al cazador hasta el pie de la montaña, y regresó tembloroso. El desconocido habíale dado una moneda de oro. ¿Sería algún funcionario del sultán, algún baja, tal vez? Para Alí, que juzgaba por sus propios recuerdos, un bajá era hombre que sólo podía hacer mal, y cuya amistad no era menos temible que su odio.

Al llegar a Damasco, corrió Yusuf a arrojarse al cuello de su madre, Ardía en deseos de contarle lo que en la montaña había visto; hízole un maravilloso retrato de la bella desconocida, y aseguróle que no podía vivir sin ella y que quería hacerla su esposa al día siguiente.

               – Un poco de paciencia, hijo mío – contestóle la madre; sepamos primero quién es ese portento de belleza, y después, entre tú y yo, decidiremos a tu padre a que consienta en tu dichosa unión.

Cuando tuvo noticia el bajá del enamoramiento de Yusuf, empezó por sorprenderse y acabó por encolerizarse. Jamás consentiría que su hijo diese su mano a aquella pobre joven; ¡jamás!

Jamás es una palabra que ningún hombre prudente debe pronunciar en su casa, cuando tiene contra él a su a mujer y a su hijo. Aún no habían transcurrido ocho días, cuando el bajá, enternecido por las lágrimas de la madre y la palidez y el silencio del hijo, acabó por ceder mal de su grado; pero, a fuer de hombre enérgico y que sabe lo que vale, declaró en voz muy alta que consentía ya sabiendas aquella necedad.

               – Sea, pues – dijo al fin; – que se case con una pastora mi hijo, pero que su locura caiga sobre su cabeza; yo me lavo las manos. Y para que nada falte en esta unión ridícula, que llamen a mi y bufón. A él solo corresponde el obtener y conducir hasta aquí a esa miserable cabrera que ha hecho caer sobre mi casa la maldición de sus sortilegios.

Una hora después, el bufón, montado sobre un asno, llegaba a la montaña, echando pestes contra el capricho del bajá y los amores de Yusuf. ¿Era natural enviar de emisario cerca de un pastor, con riesgo de morir asfixiado por el polvo o abrasado por el sol, a un hombre delicado, nacido para vivir en un palacio, y hacer las delicias de los príncipes y magnates con la agudeza de su ingenio? Mas ¡ay! la fortuna es ciega; eleva al pináculo a los necios y reduce al papel de bufón al genio que no quiere perecer de hambre.

Tres días de fatigas no habían dulcificado el humor del giboso, cuando descubrió a Alí, tendido bajo la sombra de un algarrobo, y más ocupado con su pipa que en cuidar las ovejas. El bufón espoleó a su jumento y avanzó hacia el pastor, con la majestad de un visir.

               – ¡Granuja! —exclamó al estar próximo,-has hechizado al hijo del bajá, el cual te hace el honor de casarse con tu hija. Desbasta inmediatamente esa perla de la montaña, porque es preciso que me la lleve a Damasco. Por lo que a ti respecta, el bajá te envía esa bolsa, y te ordena que abandones el país sin dilación.

Alí dejó caer la bolsa que le arrojaban, y, sin volver la cara, preguntó al jorobado qué quería.

               – ¡Bestia! -contestó este último.- ¿Acaso no me has oído? El hijo del bajá toma por esposa a tu hija.

               – ¿Y qué ocupación tiene el hijo del bajá? -dijo Alí.

               – ¡Jajai! ¡qué ocupación tiene! — exclamó el jorobado, soltando la carcajada. – Pedazo de alcornoque, ¿te figuras que tan alto personaje es un palurdo de tu calaña? ¿No sabes que el bajá comparte con el sultán los diezmos de la provincia, y que, de las cuarenta ovejas que tú guardas tan mal, cuatro le pertenecen por derecho, y de las otras treinta y seis puede disponer a su antojo?

               – No te hablo del bajá — replicó tranquilamente Ali. —¡Que Dios proteja a Su Excelencia! Te pregunto qué ocupación tiene su hijo. ¿Es armero tal vez?

               – No, idiota.

               – ¿Herrero, por ventura?

               – Mucho menos.

               – ¿Carpintero, quizás?

               – Tampoco.

               – ¿Calero, acaso?

               – No, no. Es un gran señor. Ten entendido, gran necio, que sólo los mendigos trabajan. El hijo del baja es un noble personaje, lo cual quiere decir que tiene las manos blancas y no hace nada en absoluto.

               – Entonces no se casará con mi hija – dijo gravemente el pastor.— Sostener una casa cuesta mucho, y jamás entregaré mi hija a un marido que no pueda mantener a su mujer. Pero tal vez tenga el hijo del bajá un oficio menos rudo. ¿No será bordador?

               – No – respondió el bufón, encogiéndose de hombros.

               – ¿Sastre?

               – No.

               – ¿Alfarero?

               – No.

               – ¿Cestero?

               – No.

               – ¿Es, pues, barbero?

               – No – contestó el bufón, rojo de cólera. — Basta ya de bromas necias, o te haré moler a golpes. Llama pronto a tu hija, que traigo mucha prisa.

               – Mi hija no partirá-le respondió el pastor.

Y silbó a sus perros, que vinieron a colocarse a su lado, gruñendo y mostrando unos colmillos nada tranquilizadores.

El enviado del bajá volvió grupas, y, amenazando con el puño al pastor, quien retenía a los perros, que ladraban con el pelo erizado, gritó:

               – ¡Pronto tendrás noticias de mí, miserable! Ya sabrás lo que es el tener otra voluntad que no sea la del bajá, que es tu señor y el mío.

El bufón regresó a Damasco con la cabeza baja. Fortuna, y no escasa, fue para el pastor que el bajá tomara la cosa por el lado mejor. Aquello era una pequeña derrota para su mujer y su hijo, y un triunfo para él; un doble éxito que lisonjeaba su orgullo.

               – En verdad que el buen hombre es más loco todavía que mi hijo – exclamó; – pero tranquilízate, Yusuf, que un bajá sólo tiene una palabra. Voy a enviar a la montaña a cuatro caballeros que me traerán a la joven; por lo que reservo un argumento decisivo.

Y al decir estas palabras, hizo un gesto con la mano, como si cortase algo molesto que tuviera ante la vista.

A una seña de su madre, levantóse Yusuf y suplicó a su padre que le permitiese llevar personalmente a buen término aquella empresa. El medio propuesto era irresistible, sin duda; pero tal vez Encanto de los Ojos tuviese la debilidad de amar al viejo pastor, y lo llorase, y el bajá no querría amargar los primeros días felices de la boda. Esperaba Yusuf poder vencer, con un poco de dulzura, aquella resistencia que no le parecía seria.

               – Está bien-dijo el bajá. – Tú pretendes tener más talento que tu padre; esto es general en los hijos. Ve, pues, y obra como gustes; pero te aviso que, a partir de este momento, no me mezclaré más en tus asuntos. Si ese pastor viejo y loco te rechaza, allá tú solo. Daría mil piastras por verte regresar desairado, lo mismo que el bufón.

Yusuf sonrió; tenía descontado su triunfo. ¿Cómo era posible que Encanto de los Ojos no le amase, si él la adoraba?

Alí recibió a Yusuf con todos los respetos debidos el hijo del bajá; le dio las gracias con las más corteses palabras por su honrosa proposición; pero, en lo tocante a su hija, hubo de mostrarse inflexible. Sin oficio no habría boda: había, pues, que decidirse.

El hijo del bajá descendió de la montaña con la cabeza baja. ¿Qué hacer? ¿Regresar a Damasco para exponerse a las burlas de su padre? Jamás se resignaría a ello Yusuf. ¿Renunciar a Encanto de los Ojos? Antes mil veces la muerte. ¿Hacer cambiar de opinión a aquel viejo testarudo? No había que pensar en ello. Y Yusuf se arrepentía casi de que fuese el origen de sus males un arranque generoso de su propio corazón.

En medio de sus tristes reflexiones, advirtió que su caballo, abandonado a sí mismo, le había hecho perder el camino. Hallábase a la orilla de un bosque de olivos. Allá lejos se descrubría una ciudad; el humo azulado subía por encima de los techos; escuchábase el ladrar de los perros, el canto de los obreros, el ruido del yunque y del martillo.

Yusuf tuvo una idea. ¿Por qué no aprender un oficio? ¿Era acaso tan difícil? ¿No merecía, por ventura, Encanto de los Ojos todos los sacrificios? El joven ató su caballo a un olivo, junto al cual ocultó sus armas, su alquicel bordado y su turbante. En la primera casa a que llegó contó en tono lastimero que había sido despojado por los beduínos; compró luego un traje de obrero y, disfrazado de esta suerte, fue de puerta en puerta ofreciéndose como aprendiz.

Tenía un rostro tan simpático, que en todas partes era bien acogido; pero las condiciones que le imponían le asustaban. El herrero le dijo que necesitaría dos años para aprender el oficio; el alfarero, que uno; el albañil, que seis meses; ¡aquello parecíale un siglo! El hijo del bajá no podía resignarse a tan larga servidumbre, cuando oyó que le llamaba una voz.

               – ¡Hola, hijo mío! —le gritaron; – si tienes prisa y no te guía la ambición, vente conmigo; en sólo ocho días te pondré en condiciones de que puedas ganarte la vida.

Yusuf levantó la cabeza. A pocos pasos de él, sentado sobre un banco, con las piernas cruzadas, vio a un hombrecillo rechoncho, de rostro rubicundo: era un cestero. Hallábase rodeado de tallos de paja y de juncos, teñidos de todos colores; con ágil mano tejía finas empleitas, que cosía después para hacer cestas, canastos, esteras y sombreros de varios matices y dibujos. Era un espectáculo verdaderamente hermoso.

               – Sois mi maestro – contestóle Yusuf, tendiéndole la mano, – y si podéis enseñarme vuestro oficio en dos días en vez de ocho, os recompensaré con largueza. Tomad por adelantado.

Y al decir estas palabras, dejó caer dos monedas de oro en las manos del asombrado obrero.

Un aprendiz que siembra el oro a manos llenas no se ve todos los días; el cestero no dudó de que tenía que habérselas con un príncipe disfrazado, e hizo, por consiguiente, verdaderas maravillas. Y como su discípulo no se hallaba desprovisto de inteligencia, ni de buena voluntad, antes de que llegara la noche habíale enseñado todos los secretos del oficio.

               – Hijo mío – le dijo, – el aprendizaje ha terminado, y vas a juzgar por ti mismo si tu maestro ha ganado bien su dinero. El sol toca a su ocaso; esta es la hora en que todos abandonan el trabajo y pasan por delante de mi puerta. Coge esa estera, que has trenzado y cosido con tus propias manos, y ofrécela al público. O yo mucho me equivoco, o hallarás quien te pague por ella cuatro paras. Para ser lo primero que haces, es un buen precio.

El cestero no se había engañado; el primer comprador que se presentó ofrecióle por ella tres paras; pidióle él cinco, y al cabo de cerca de una hora de gritos y discusiones, accedió, por fin, el comprador a pagar los cuatro paras. Sacó su larga bolsa, miró muchas veces la estera, le puso muchos defectos y se decidió, por último, a contar las cuatro monedas de cobre, una después de la otra. Pero en vez de tomar esta suma, Yusur le dio una moneda de oro al comprador, entregó otras diez al cestero, y, levándose su obra maestra, salió de la ciudad corriendo como un loco. Al llegar al lugar donde había dejado su caballo, tendió en el suelo la estera, envolvióse en su albornoz y durmió el sueño más agitado y a la vez más dulce de su vida.

Al amanecer, cuando llegó Alí al lugar donde apacentaba sus ovejas, sorprendióse en extremo al ver a Yusuf instalado antes que el debajo del viejo alcornoque. Levantóse el joven tan pronto como divisó al pastor, y, tomando la estera sobre que descansaba, le dijo:

               – Padre mío, me habéis pedido que aprendiese un oficio; he ido a que me enseñasen, y he aquí mi trabajo; examinadlo.

               – No está mal – dijo Ali mirándolo detenidamente; – no está muy bien trenzado, pero está cosido a conciencia. ¿Qué es lo que puedes ganar haciendo cada día una estera como esta?

               – Cuatro paras – contestó Yusuf; – y con un poco de práctica podré hacer por lo menos dos cada día.

               – Seamos modestos – dijo entonces Alí – La modestia conviene al talento que comienza. Cuatro paras por día no es mucho; pero cuatro paras hoy y otros cuatro mañana, y otros cuatro el día siguiente, ya suman doce paras. En fin, es un oficio con el cual puede vivir el que lo ejerce, y si yo lo hubiese aprendido cuando fui bajá, no hubiera tenido necesidad de hacerme pastor.

Imagínese el lector la sorpresa de Yusuf al oír estas palabras. Alí le refirió su historia, pues, aunque se jugaba la cabeza, todo puede perdonársele a la vanidad de un padre. Al casar a su hija, Alí quiso hacer saber a su yerno que Encanto de los Ojos no era indigna de la mano del hijo de un baja.

Aquel día condujeron las ovejas al aprisco antes de la hora ordinaria, Yusuf quiso dar las gracias por si mismo al honrado labriego que acogiera en su casa al desventurado Alí y a su hija, y le entregó una bolsa bien repleta de oro para recompensar su buena acción. Nadie es tan liberal como un hombre dichoso. Presentada Encanto de los Ojos al cazador de la montaña y advertida de los proyectos de Yusuf, declaró que el primer deber de una hija era obedecer a su padre. Dícese que en tales casos las hijas son siempre obedientes en Turquía.

Aquella misma tarde, aprovechando el frescor del crepúsculo, emprendieron el camino de Damasco. Ligeros iban los caballos, pero más veloces aun iban los corazones, marchaban con la celeridad del viento, y antes de finalizar el segundo día llegaron a su destino. Yusuf quiso presentar su prometida a su madre. No es necesario describir la alegría de la sultana. Después de las primeras caricias, saboreó con fruición el placer de demostrar a su esposo que tenía más talento que él, y no pudo resistir la tentación de revelarle el secreto de la estirpe de la bellísima Encanto de los Ojos.

               – ¡Por Alá! – exclamó el bajá acariciándose su larga barba con objeto de ocultar su turbación. – ¿Os imagináis, señora, que es posible sorprender a un hombre de Estado, como yo? ¿Habría consentido esta unión, si no hubiera conocido el secreto que os asombra? ¡Sabed de una vez para siempre que un bajá no ignora nada!

Y entró al punto en su gabinete para escribir al sultán, a fin de que dispusiera de la suerte de Ali. Ante el temor de desagradar a Su Alteza, no vacilo en delatar al padre de la que iba a ser su hija. La juventud contempla siempre la vida bajo su aspecto romántico; pero el bajá era un hombre serio, que se había propuesto vivir y morir en posesión de su cargo.

A todos los sultanes les agradan las historias, si hemos de dar crédito a Las Mily Una Noches, y el que a la sazón ocupaba el trono, que no había degenerado de sus progenitores, envió sin dilación un buque a Siria para que le trajesen a Constantinopla al antiguo gobernador de Bagdad. Alí, cubierto de harapos y con su cayado en la mano, fué conducido a la corte y, ante una numerosa audiencia, tuvo la gloria de entretener toda una tarde a su dueño y señor con el relato de sus muchas desventuras.

Cuando hubo terminado, el sultán mandó ponerle un manto de honor. Su Majestad, de un bajá había hecho un pastor, y quería ahora asombrar al mundo entero con un nuevo milagro de su omnipotencia, haciendo de un pastor un baja.

Ante esta deslumbradora manifestación de favor, aplaudió toda la corte; pero Alí se arrojó a los pies del sultán para declinar un honor que ya no le seducía. No quería exponerse nuevamente a desagradar por segunda vez al señor del mundo entero, y le rogaba que le dejase envejecer en la obscuridad, bendiciendo la mano generosa que lo sacaba del abismo donde tan justamente había sido despeñado.

El atrevimiento de Ali asombró a la concurrencia, pero el sultán exclamo sonriendo:

               – Dios es grande y nos tiene reservada cada día una nueva sorpresa. En veinte años que reino, esta es la primera vez que uno de mis súbditos me dice que no quiere ser nada. Por la rareza del hecho, accedo, Alí, a tus deseos; sólo te exijo que aceptes un donativo de mil bolsas. Nadie debe salir de mi palacio llevando las manos vacías.

De regreso a Damasco, compró Ali un hermoso huerto, repleto de naranjas, limones, albaricoques, ciruelas y uvas. Cavar, escardar, injertar, podar y regar fueron en lo sucesivo sus únicos placeres; todas las noches se acostaba con el cuerpo fatigado, pero con el alma tranquila; y se levantaba todas las mañanas con el cuerpo ligero y el corazón satisfecho.

Encanto de los Ojos tuvo tres hijos, que superaron todos a su madre en hermosura, y el viejo Alí encargóse de educarlos. A todos enseñó la labranza, e hizo, además, aprender un oficio distinto a cada uno. Los tres fueron bajaes. ¿Llegaron a serles útiles los consejos de su abuelo? De suponer es que sí, aunque los anales turcos no dicen nada de ello. No se olvidan fácilmente las primeras lecciones de la infancia.

Hombres de bien, acordaos de lo que debéis a vuestros padres, y afirmad en todas partes, sin temor a equivocaros, que, la mayoría de las veces, los malvados y bajaes no son más que niños mal educados.

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