HABÍA una vez un rey que tenía tres hijos, y no lejos de su reino vivía una anciana con su hija única, llamada Margarita. Un día envió el rey a sus hijos a correr el mundo, a fin de que adquiriesen la sabiduría y habilidad necesarias para gobernar el reino que más tarde habían de heredar.
Llegaron un día los príncipes a la ciudad en que vivían Margarita y su madre, y al pasar por una calle vieron a la hermosa joven asomada a la ventana, e inmediatamente los tres se enamoraron de ella.
Como cada uno de ellos la quería por esposa, desenvainaron sus espadas y trabaron terrible desafío. Oyó un brujo que por allí vivía el alboroto, y, saliendo a la puerta fue tal su rabia al saber el motivo, que deseó que Margarita se convirtiera en una fea rana. No tardó mucho en ver satisfecho su capricho, pues súbitamente la bella Margarita quedó transformada en rana y de un salto desapareció de su vista.
No teniendo ya los príncipes por qué continuar la pelea se estrecharon las manos amistosamente y continuaron su camino hacia el hogar paterno.
Entretanto el anciano rey, sintiendo le flaqueaban las fuerzas, pensaba en abdicar en uno de sus hijos.
-Hijos míos- les dijo- me vuelvo viejo y débil, y quisiera renunciar mi pesado cargo; mas no sé a cuál de vosotros escoger por mi heredero, pues os amo a los tres igualmente, y, además quisiera dar a mis vasallos por rey al más sabio y bondadoso de vosotros. Así, pues, os someteré a tres pruebas y el que salga vencedor en ellas, será mi sucesor. La primera consiste en buscarme cien metros de tela tan fina que pueda hacerla pasar por mi anillo de oro.
Dijéronle sus hijos que harían todo lo posible por hallarla y con tal fin Los dos mayores llevaron consigo muchos criados para que fuesen llevando al palacio todas las telas preciosas que encontrasen; pero el menor partió solo. Pronto llegaron a una encrucijada en que la carretera se dividía entres caminos, de los cuales dos surcaban verdes praderas sombreadas por fresca arboleda, mientras que el otro ofrecía un aspecto nada atractivo, pues era quebrado y cenagoso a través de áridas llanuras. Los dos hijos mayores escogieron los caminos agradables, el menor se despidió de ellos emprendiendo alegre y silbando, el camino pedregoso. Donde quiera que los dos
hermanos mayores veían telas finas, las compraban; pero el menor se fatigaba un día tras otro, sin hallar donde pudiera mercar un trozo de tela delicada.
Por fin llegó al puente de un río, y habiéndose sentado allí, vió que una rana de feo aspecto sacaba la cabeza fuera del agua y le preguntó qué le ocurría.
El príncipe refirió a la rana su aventura.
-Yo te ayudaré- le dijo- y zambulléndose en el agua, no tardó en volver a salir, sacando del fondo un pedazo de tela, que podía caber en un puño. Al ver el príncipe aquella tela sucia sintióse ofendido, mas había algo en el hablar de la rana que le producía cierto placer y así tomó la tela y dando las gracias la guardó en el bolsillo.
De allí se encaminó al palacio, a donde llegó casi al mismo tiempo que sus hermanos, los cuales volvían muy cargados de diferentes clases de telas.
Al verlos el rey quitóse el anillo del dedo para saber quién había hallado la tela más delicada; pero de todas las que sus dos hijos mayores le presentaron, ninguna podía pasar a través del anillo. Entonces el hijo menor sacó de su bolsillo un trozo de tela tan fina que fácilmente entró por el anillo.
Abrazóle el padre felicitándole y prosiguió:
-La segunda prueba es traerme un perrito tan pequeño que quepa en una cáscara de nuez.
Arredráronse sus hijos ante tal deseo, pero como ansiaban la corona, después de algunos días partieron otra vez.
Al llegar a la encrucijada, siguieron los tres los mismos caminos. Cuando el más joven llegó al puente y apenas se hubo sentado, oyó a su amiga rana que le decía:
-¿Qué te pasa?
No dudando el príncipe del poder de la rana, le expuso su apuro.
-Yo te ayudaré- le dijo- y desapareciendo debajo del agua, salió al poco rato con una avellana que le entregó, rogándole se la llevara a su padre, quien la debería cascar con mucho cuidado.
Llegaron sus hermanos antes que él, con una gran cantidad de perritos, y el anciano rey, que deseaba ayudarles cuanto pudiera, mandó buscar la mayor cáscara de nuez, pero ninguno de los perritos podía entrar en ella.
En esto se presentó el hijo menor y haciendo una respetuosa inclinación, le entregó la avellana, rogándole al mismo tiempo la rompiera con cuidado.
Al abrirse la avellana saltó fuera de ella un lindo perrito blanco sobre la mano del rey. Grande fue la alegría de todos al verlo, y el anciano rey abrazando otra vez al afortunado muchacho añadió:
– Las pruebas más difíciles han pasado ya; escuchad ahora mi último deseo: el que me traiga aquí a la dama más bella del mundo, será el heredero de mi corona.
La promesa era tentadora y la oportunidad tan halagadora para todos ellos, que no dudaron en lanzarse a la aventura, cada uno a su manera, para procurar salir vencedor. Esta vez el menor no estaba tan animado como antes, pues se decía: -La buena rana ha podido hacer mucho por mí; pero toda su virtud será inútil ahora, porque ¿dónde puede hallar una doncella hermosa?
Camino adelante iba el joven suspirando desalentado y al llegar al puente gritó:
– ¡Eh, amiga rana! ¡esta vez no puedes ayudarme!
-No tengas cuidado- le contesto ella- dime tan sólo ¿qué es lo que deseas?
Contó el príncipe a su protectora sus cuitas, y la rana le respondió:
-Ve andando hacia tu palacio que la hermosa doncella irá tras de ti.
Púsose el joven en camino, con gran desconfianza, pero no había caminado mucho, cuando oyó un ruido detrás de sí y, volviendo la cabeza, vió seis ratones que arrastraban una calabaza a guisa de coche. Era el cochero un grueso sapo viejo e iban detrás como lacayos dos ranitas; precedían a la extraña carroza dos ratitas de tiesos bigotes y en el interior iba su amiga la rana que, bastante cambiada, al pasar le saludó graciosamente.
Alejóse el coche por un sendero y torciendo en un recodo, lo perdió completamente de vista; pero, ¡cuán atónito no quedaría el príncipe, cuando, al doblar el camino, se encontró delante de un lujoso coche que tirado por seis caballos negros guiados por un cochero de rica librea, conducía a la más hermosa dama jamás soñada! Su corazón palpitó fuertemente al reconocer en ella a su adorada Margarita. Abrieron los lacayos la portezuela del coche, y la dama le invitó a sentarse a su lado.
No tardaron en llegar a las puertas del palacio, al mismo tiempo que sus dos hermanos acompañando graciosas y bellas damas; mas, al aparecer Margarita, toda la corte la declaró unanimemente la más hermosa. Lleno de regocijo, estrechó el rey entre sus brazos a su hijo menor y le nombró su heredero y sucesor. Casóse más tarde el joven príncipe con la encantadora Margarita y juntos vivieron largos años de felicidad.
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