Simbad el marino

TAN pronto como Simbad el Marino, se hubo sentado en la mansión que había construido en la ciudad de Bagdad, oyó a un pobre mozo de cordel, decir en la calle: «Los hombres no están premiados de acuerdo con sus méritos. Yo he trabajado más rudamente que Simbad, y sin embargo, él vive en la abundancia y el esplendor y yo vivo en la miseria».

Se sintió conmovido Simbad por la queja del mozo de cordel, y lo invitó a entrar y a escuchar la historia de sus aventuras.

«Es muy probable, que después que sepas los sufrimientos que he pasado para obtener mi riqueza» – dijo Simbad – «tu, te halles más satisfecho con la suerte que disfrutas en la vida».

«¡Mira mi pelo blanco y mi faz arrugada! Parezco un hombre anciano. Pero, ¡cuán joven y fuerte estaba cuando salí a navegar para hacer mi fortuna en el comercio con los países extranjeros! Poco tiempo después de haber partido, nuestro barco quedó en calma cerca de una isla pequeña, pero cuando desembarcamos para reconocer el lugar, encontramos que lo que habíamos tomado por isla era sólo el verde lomo de una gran ballena».

«Y aun no habíamos casi acabado de desembarcar, empezó a ladearse y moverse de atrás para adelante, hundiéndose entre las olas, y dejándonos luchando en el mar. Pude asirme a un gran pedazo de madera, y así sostenerme hasta que el mar me arrojó a la playa de una isla desierta».

«Aquí pensé que moriría de hambre, pero me di a indagar, y encontré una maraña de árboles frutales, y oculto entre ellos una gran bola blanca de muy cerca de dieciséis metros de alto. Como me sentía muy cansado, después que comí algunas de las frutas que pude arrastrar debajo de la bola, me eché a dormir. En el mismo instante en que iba a cerrar los ojos miré hacia arriba, y vi que el cielo se obscurecía por las alas de un gigantesco pájaro».

«¡Dios mío!» exclamé. «Esta gran bola blanca no es otra cosa que el huevo de ese pájaro monstruoso que los marinos llaman el ruc».

«Y así fue. El ruc se posó sobre el huevo, bajo el cual estaba yo acostado, y una de sus garras, que era tan grande como el tronco de un árbol, cogió mi vestido».

«Al romper el día el ruc se lanzó al aire, y me llevó a tal altura que perdí la tierra de vista. Entonces descendió con tal velocidad que casi perdí los sentidos. Pero pude, al llegar a tierra, desembarazar mi vestido de la garra del animal, encontrándome en un profundo valle que estaba separado del mundo por un círculo de altas y escarpadas montañas».

«¡Era el Valle de los Diamantes! Piedras preciosas cubrían el suelo. Lleno de alegría empecé a llenar mis bolsillos, pero pronto esa alegría se transformó en terror. El valle estaba invadido por serpientes, y no había medio alguno de escapar».

«Me arrastré a una cueva, y cerré la entrada con una gran piedra, permaneciendo despierto toda la noche por el silbido de las serpientes. Al despuntar la aurora se retiraron, pues temían al ruc que frecuentemente visitaba al valle en busca de alimentos. Entonces salí cautelosamente de la cueva, pero fui golpeado por algo que vino rodando por la ladera de la montaña. Era un gran pedazo de carne fresca. Conforme la carne rodaba se le iban incrustando los diamantes que hallaba en su camino. Miré hacia arriba, y vi sobre las montañas una partida de hombres que preparaban otro gran pedazo de carne para lanzarlo al valle».

«Tengo ya oído algo de esta manera de obtener diamantes» – me dije a mí mismo – «y despierta en mí la idea de que también es bueno para poder escapar de aquí».

«Así fue que me até al pedazo de carne, y me oculté debajo; llegó un águila buscando, agarró la carne, y la llevó a su nido sobre los picos de las montañas. La partida o bandada de hombres ahuyentó al águila y cogieron a su vez la carne, volviéndola para sacar los diamantes que en ella se habían incrustado, encontrándome a mi allí atado».

«Cuando ya tuvieron todos los diamantes que necesitaban, decidieron partir para sus hogares. Al pasar por frente a la isla desierta mis compañeros desembarcaron con un hacha y rompieron la gran bola blanca, o sea el monstruoso huevo del ruc. Un grito terrible atronó el espacio. El ruc los había visto. Los hombres volvieron apresuradamente al buque y rápidamente nos hicimos a la vela; pero el ruc nos siguió llevando en sus garras un gran trozo de granito. Cuando lo creyó oportuno lo dejó caer llevándose nuestra embarcación al fondo del mar. Sosteniéndome a uno de los fragmentos del naufragio con una mano, y nadando con la otra, como el mar estaba en calma, pude llegar a otra isla».

«¡Este era un lugar delicioso! Brillantes riachuelos corrían entre los viñedos cargados de uvas y huertos pletóricos de frutas. Allí encontré un extraño anciano que me hizo señas de que lo llevara a cuestas a uno de los ríos. Tan pronto como lo alcé sobre mi espalda el viejo cruzó sus piernas sobre mi cuello y apretó mi garganta hasta que me desmayé. Cuando volví en mí, todavía estaba sobre mis hombros. Sobre ellos se quedó todo el día y toda la noche, y cuando desperté a la siguiente mañana allí estaba todavía. Nunca se desprendió de mí».

«Me hizo su esclavo. Cuando para recuperar mis fuerzas, hice un día vino de las uvas, me lo quitó y se lo bebió todo. Felizmente era demasiado fuerte para él el vino, y soltando mi cuello, cayó al suelo donde lo maté».

«En la playa encontré algunos marineros con los cuales volví a Bagdad».

«Ese, me dijeron los marineros, es el Anciano del Mar. Tu eres la primera persona que ha escapado de ser ahogada, al fin, por él».

«Ahora, ¿no piensas tu» – dijo Simbad al mozo de cordel – «que me he ganado todas las riquezas que traje del Valle de los Diamantes?»

El mozo de cordel le dio la razón, y Simbad le hizo un bello presente, y se fue para su casa muy contento con la suerte que tenía en la vida.

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