La gata y el loro

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MADAMA TEOFILO era una gata rubia, de la cual un escritor francés, Teófilo Gautier, refiere la siguiente encantadora historieta:

Tenía el pecho blanco, la nariz rosada, los ojos azules, y se llamaba. Madama Teófilo por hallarse conmigo en los más amistosos términos, durmiendo al pie de mi cama, acurrucándose en el brazo de mi sillón cuando escribía, bajando al jardín para seguirme en mis paseos, asistiendo a mis comidas, e interceptándome a veces algún bocado al llevarlo con el tenedor a mi boca.

Cierto día, un amigo que debía ausentarse por breve tiempo, confió a mi cuidado un papagayo que tenía. El loro al sentirse transportado a tierra extraña, se encaramó, valiéndose del pico hasta el tope de su percha. Y ya situado allí silencioso y trémulo, comenzó a rodar los ojos, lleno de alarma.

Madama. Teófilo no había visto nunca ningún loro, y aquel ser tan nuevo para ella, le causó evidentemente una inmensa sorpresa. inmóvil, cual un embalsamado gato de Egipto, miraba al ave con aire de profunda meditación, evocando todas las nociones de historia natural que había podido recoger en los tejados, en el corral, y en el jardín.

Cruzaba por ojos guiñadores la sombra de aquellos pensamientos y pude descifrar tan claramente como si hubiese hablado en lenguaje humano, el resultado de su examen:

– Decididamente, este bicho tan raro no puede ser una gallina verde.

Llegada a esta conclusión la gata saltó de la esa donde había establecido su observatorio y se agachó en un rincón de la sala, con el vientre contra el suelo, las patas adelantadas, la cabeza baja los lomos extendidos, como una astuta pantera, en espera de las gacelas que abandonan sus madrigueras para ir a apagar su sed en el lago.

El loro seguía aquellos movimientos con febril ansiedad; erizó sus plumas hizo resonar su cadena; levantó agitado el pie y aguzó el pico contra el borde de su comedero. El instinto le decía que había un enemigo dispuesto a cometer alguna maldad.

En los ojos de la gata, fijos en el loro con fascinadora intensidad, leíase en un lenguaje que el volátil comprendía perfectamente y no dejaba la menor duda: «Aunque verde, este pollo debe ser bueno de comer»

Seguía yo la escena con interés, pronto a intervenir cuando llegara el caso. Madama Teófilo se fue acercando al loro; agitóse su nariz rosada, entornó los ojos, abrió y cerró sus zarpas. Corríanle ligeros estremecimientos de arriba abajo del espinazo, como a un goloso que se relame ante un delicioso pollo trufado y deleitábase al pensar en el suculento y raro manjar pronto a ser engullido.

Aquel plato extraño, tan nuevo para ella, despertaba su apetito.

De pronto dobló se su lomo como un arco tirante y de un salto elástico llegó al pie de la percha. El loro, viendo el peligro que corría, exclamó de pronto con voz baja y solemne:

– ¿Has almorzado, Jaime?

Esta frase, causó un terror indescriptible en la gata, que dio un salto atrás. Una banda de trompetas, un estruendo de bombos y platillos, un pistoletazo disparado al oído no le hubieran producido un terror más loco. Todas sus ideas sobre los volátiles estaban trastornadas. Su cara expresaba claramente la trastornadora idea que repentinamente había asaltado:

– ¡Este no es un pájaro! ! Este es una persona! ¡Habla!

Entonces el papagayo comenzó a cantar, con voz ensordecedora, convencido de que el terror ocasionado por su discurso había sido su mejor medio de defensa.

La gata vino corriendo hacia mí, dirigióme una mirada de interrogación y como mi respuesta no le satisficiera, se metió debajo de la cama de donde fue imposible hacerla salir en todo el día.

Al siguiente, algo más valerosa Madama Teófilo se aventuró a intentar otro tímido ataque, pero con igual fortuna que anteriormente.

Desde aquel instante echó un velo sobre lo ocurrido y dio por que el pájaro verde era un individuo a quien debía tratarse con respeto.

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