Historia del heróico Guillermo Tell

Un valiente que se levantó contra el tirano

Un día atravesaba la plaza – mercado de Altdorf, población suiza, un hombre de gran belleza varonil. Alto y erguido, ancho de espaldas y bien formado, de cara y barba rubicundas y aspecto altivo, este hombre de las montañas cruzaba la plaza con paso firme y airoso. En sus ojos brillaba la satisfacción, y tenía para todos sus amigos una palabra de afable saludo. Muchos se volvían diciendo: «Ahí va Guillermo Tell, el ballestero de Bürglen».

Éste, tenido por el mejor ballestero de toda Suiza y el que mejor sabía manejar un bote en el tempestuoso lago Uri, vivía tranquilamente en una casita de la montaña, con su esposa, que con él compartía sus penas y alegrías, y sus hijos, para los cuales trabajaba con ardor. Cazaba, ciervos en el monte y pescaba en el lago. A sus hijos nunca les faltaron buenos alimentos ni vestidos adecuados. Su vivienda era limpia y arreglada. No había en todos los contornos, otra familia que viviera en paz más estable y con mayor felicidad.

Tell acababa de vender el fardo de pieles de venado que había traído a Altdorf, y ahora se encaminaba a comprar recios abrigos de lana para sus hijos, en previsión del próximo invierno. Se sentía feliz y alegre; dentro de una hora, ya iría cantando camino de su casa, monte arriba. De pronto sintió que le tocaban en el hombro; volvióse, y se encontró detenido por un soldado austriaco; un momento después estaba cercado. El soldado que le había detenido señaló un poste rematado por un sombrero ducal, y le dijo:

               – Ya sabes que hay pena de muerte para el que no salude.

Un silencio profundo reinó de pronto en toda la plaza. La gente dejó sus puestos y empezó apiñarse alrededor del grupo: ¡se trataba de algo más importante que el negocio, la libertad de un hombre, la independencia de una nación! La sangre coloreaba el rostro de Tell. Apartó la vista del poste y, mirando serenamente al soldado, dijo con calma:

               – No he cometido ningún delito.

               – ¡Has insultado a la majestad del duque! – repuso el soldado.

Guillermo Tell le miró fijamente y replicó:

               – ¿Por qué hay que demostrar más reverencia a un sombrero vacío que a una capa a un par de medias?

En esto, asomó por detrás de los soldados la figura del gobernador del país, el tirano Géssler. Este Géssler. Impuesto sobre la antes libre nación suiza por el conquistador y opresor, el duque de Austria, había hollado la libertad, había asesinado o hecho prisioneros a todos los que se levantaron contra él y, para colmo de crueldad, llegó a decretar que todo el que no rindiera homenaje al símbolo de dominación austriaca colocado sobre el poste en la plaza del mercado, sería condenado a muerte. Guillermo Tell se volvió hacia el gobernador, pues ni temía a hombre alguno, ni nadie hubiera sido capaz, de quebrantar la altivez de su espíritu. En sus montañas había pensado mucho en la vergüenza de la esclavitud a que se hallaba sujeto su País, y había hablado también con sus amigos de alzarse contra ella; él, por su parte, nunca, nunca saludaría el odiado símbolo de la tiránica dominación.

               – ¿De modo que te burlas de la representación de la autoridad? – preguntóle el gobernador aproximándose mientras los soldados le saludaban militarmente.

En aquel momento se oyó entre la multitud la voz de un niño que gritaba:

               – ¡Padre! ¡padre!- La muchedumbre se volvió, abrió paso, y vióse al hijo de Guillermo Tell, que, habiendo ido al mercado sin permiso, llegaba ahora corriendo junto a su padre. El gobernador cogió al muchacho por el brazo.

               – ¿Es éste el hijo del traidor? – preguntó.

               – No le hagáis daño-exclamó Tell; – es mi primogénito.

               – No pases cuidado-respondió el terrible Géssler. – Si alguien le hace daño no seré yo, sino … tú.

Una sonrisa cruel iluminó sus ojos.

               – iEa! – añadió dirigiéndose a un soldado. -Toma muchacho y átalo al tronco de aquel tilo; luego le colocarás una manzana sobre la cabeza.

               – ¿Por qué hacéis eso? -preguntó Tell.

               – Me han dicho que te llaman «el ballestero de Bürglen» contestó el gobernador, – y me gustaría presenciar una prueba de tu destreza. Estás condenado a muerte, pero me siento generoso, y te perdonaré si haces lo que te mande. Oye: si a esta distancia disparas una lecha que atraviese la manzana sobre la cabeza. De tu primogénito, te dejo en libertad; pero si, por lo contrario, no tocas la manzana, o matas al niño …, mandaré que te ejecuten inmediatamente.

               – ¿No tenéis piedad? exclamó Tell temblando de indignación. – ¿Y creéis que voy a intentar el rescate de mi vida arriesgando la de mi hijo?

               – Te hago un favor- replicó Géssler. – Calcula; ¡con un disparo afortunado salvas la vida y te marchas libremente a casa!

Tell, levantando acongojado su mano temblorosa, dijo:

               – ¿Cómo puede un padre que ame a su hijo apuntar con mano firme un dedo encima de su frente? ¡Miradle! ¡Vedle, señor! ¡cómo se ve que no comprendéis de qué modo tan profundo ha penetrado en el corazón de su padre la inocencia de sus ojos, la belleza de su rostro! ¿por qué he de arriesgar su vida?

Géssler se rio brutalmente.

               – ¡Bueno! O disparas la flecha, o mueres.

               – Prefiero morir.

               – Pero antes mandaré estrangular a tu hijo ante tus propios ojos.

Una oleada de ciega rabia inundó el alma del montañés.

               – Dadme el arco-dijo. – Una cosa pido, por compasión; poned al muchacho de espaldas, para que no vea yo sus ojos fijos en los míos.

Se dejó el espacio libre entre padre e hijo, alineándose la multitud ambos lados. El muchacho, de cara al árbol, atado al tronco con cuerdas, sintió la manzana pesar como plomo sobre su cabeza. Un silencio de muerte reinó en toda la plaza. Guillermo Tell escogió dos flechas; una se la puso en el cinto, la otra la colocó en el arco. Por un momento quedó inmóvil, la cabeza inclinada sobre el pecho, los ojos clavados en el suelo; estaba orando. Hubiera podido oírse el ruido de una hoja al caer; – tan grande era el silencio que reinaba en la plaza. Por último, Tell levantó su cabeza; su mirada estaba serena: sus manos, firmes; su rostro parecía de acero. Levantó el arco y fijó la mirada en la pluma de la flecha, apuntando a su hijo. Vibró la cuerda del arco.

La flecha partió veloz, y casi en el mismo instante quedo profundamente clavada en el árbol. La manzana cayó partida por la mitad, ambos lados de la cabeza del niño. Una atronadora aclamación salió de los labios de la multitud, y Géssler, volviéndose a Tell, le dijo:

               – Buena puntería, ¡traidor! – Pero dime, ¿por qué tomaste dos flechas?

Tell puso la mano sobre la flecha que tenía al cinto.

               – Si la primera. Hubiese herido a mi hijo- contestó- esta otra la tendríais clavada en el corazón.

               – ¡Ah! ¿De manera que mi existencia corre peligro? – dijo el gobernador. -Sin embargo, quiero ser fiel a mi promesa. No morirás, te perdono la vida, pero el resto de ella lo pasarás en un calabozo de mi castillo; así nada tendré que temer de tu arco.

Entonces los soldados se apoderaron otra vez de Tell y lo arrastraron por entre la irritada multitud, hasta el muelle donde estaba atracado el barco del gobernador. Pero ocurrió que mientras cruzaban el lago Uri, se desencadenó una terrible tempestad que amenazaba hacer naufragar el barco. Los austriacos, no pudiendo gobernar la embarcación, empezaron a perder las esperanzas de salvarse. En su terror se acordaron de que Tell tenía fama de ser el mejor patrón de todo el lago, y selo comunicaron al gobernador.

               – Soltadle, y que empuñe el timón – dijo Géssler.

Tell empuño el timón y puso proa a la orilla. Al hacerlo no pensaba en la vida de Géssler, ni en las de los soldados austríacos, sino en su liberta, su propia libertad y la independencia de Suiza. Quería escapar y salvar a su patria.

Condujo la embarcación hasta acercarla a una roca que sobresalía en la costa, y acertando a pasar velozmente su lado, saltó repentinamente a ella, dejando a los austriacos abandonados a su suerte. Con gran ligereza escaló la roca, ascendió por el acantilado, y atravesando los montes, llegó a un lugar del camino por el que tenía que pasar Géssler, si llegaba a salvarse. Allí se escondió entre la espesura, con la flecha preparada en el arco y el corazón dispuesto a librar a Suiza del tirano. Mientras esperaba, comenzó a caer la tarde. Poco después oyó ruido de pisadas.

               – Si llego con vida a Altdorf- iba diciendo Géssler, juro destruir toda la raza de este traidor de Tell, madre e hijos, todos a un tiempo.

               – Nunca llegarás- se dijo Tell.

Y mientras los soldados marchaban ante él, flechó el arco. Pocos momentos después Géssler caía muerto sobre el polvo del camino.

Guillermo Tell dirigió el levantamiento del pueblo suizo, que derribó el poder de los austriacos e hizo de Suiza un país independiente.

Sus compatriotas le hubieran proclamado rey, pero Tell rehusó y se volvió a Su casita entre las montañas, que para él valía más que todos los palacios del mundo.

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