Paseándose dos hombres por la orilla del mar, encontraron una ostra y empezaron a disputársela.
– Yo la he visto primero -dijo uno por lo tanto me pertenece.
– Yo la he cogido, dijo el otro, y tengo
derecho a quedarme con ella.
En esta disputa acertó a pasar por allí un abogado al cual pidieron que fallara el asunto.
Este se conformó, pero antes de emitir su opinión, exigió a los hombres la garantía de que cualquiera que fuese su fallo quedarían contentos. Después dijo el abogado:
– Me parece que los dos tenéis derecho a la ostra; así, pues, la dividiré entre los dos y estaréis enteramente satisfechos.
Abriendo la ostra, se la comió rápidamente y con gran seriedad entregó cada uno de los hombres una de las conchas vacías
– ¡Pero usted se ha comido la ostra – exclamaron los hombres!
– ¡Ah! Esta es mi remuneración por resolver el asunto – dijo el abogado – Pero he dividido todo lo que queda de una manera leal y justa.
Eso es lo que generalmente sucede a las personas aficionadas a pleitear si acuden al amparo de los tribunales.
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