HACE algún tiempo, una cuadrilla de bandoleros se instaló en una cabaña escondida entre unos matorrales a la vera del camino. Dia y noche asaltaban a los viajeros, y penetrando violentamente en las granjas, robaban a los labradores.
Una tarde, en que un molinero establecido en aquellos contornos había ido a la ciudad, se deslizaron los bandidos en sus habitaciones y después de apoderarse de todas sus economías, prendieron fuego al molino.
Cuando, al venir la noche, estuvo de vuelta el molinero, vio con amarga sorpresa que se hallaba arruinado, pero lo que más le apesadumbró fue que los ladrones se habían llevado todas sus provisiones.
No le importaba a él gran cosa, alejarse de allí sin tomar alimento, pero, ¿qué iban a comer su asno, su perro, el gato y los dos gansos? Como nuestro hombre vivía solo, se había encariñado con aquellos animales a los que quería de veras, y así, antes que verlos morir de hambre, prefirió darles libertad, aun perdiéndolos para siempre. Díjoles, pues, con dolor:
– Animalitos míos, ya veis que los ladrones me han dejado sin nada. Tú, borriquito mío, te has quedado sin paja y tú, mi buen amigo, – dijo volviéndose al perro – ya no tienes carne que comer; esos malos hombres os han dejado, a ti sin carne, gatito mío, y a vosotros sin maíz, mis buenos gansos. Idos, pues, por esos campos y ved si podéis encontrar algo que comer
Entristeciéronse los animales, al tener que abandonar a su amo; mas ¿qué hacer? Se alejaron pesarosos y diéronse a buscar comida y albergue por aquellos matorrales.
Andando, andando, llegaron a la cabaña en que los bandoleros estaban sentados a la mesa, cenando y alumbrados por la vacilante luz de una vela de sebo.
Husmeó el perro y dijo a sus compañeros por lo bajo:
– ¡Magnífica ocasión se nos presenta para pasar la noche bien abrigados! Escondeos entre los matorrales y haced todo el ruido que podáis. Veremos si así logramos asustar y hacer huir a los ladrones.
Ocultáronse los animales entre las matas alrededor de la cabaña y a una rompieron en el más desafinado concierto.
Los profundos rebuznos del asno, los maullidos del gato, el agudo ladrar del perro, y el escandaloso graznar de los gansos formaban tan estrepitosa y desconcertada algarabía, que los bandoleros se miraron llenos de espanto. Entonces uno de los gansos voló sobre la mesa y de un aletazo derribó el candelero, apagando la luz. Presa de terror en aquella oscuridad y en medio de tan alarmantes ruidos, abalanzáronse los ladrones a la entrada de la choza, huyendo y corriendo a más no poder por aquellos campos y sin dirección.
Gozosos de su victoria, entraron los animales en la cabaña; comiéronse los restos de la cena, y satisfechos de su aventura, se entregaron al sueño reparador. Acostóse el asno junto a la entrada de la choza, el perro se echó debajo de la mesa, sobre la que se enroscó el gato; y los gansos saltaron al montante de la puerta para pasar allí la noche.
Luego que los ladrones se recobraron de su espanto, el capitán resolvió ir a ver qué era lo sucedido. Encaminóse pues, a la choza, y hallándola a oscuras y en silencio, se aventuró por la puerta despertando los animales a su paso.
Saltó sobre él el perro, dándole una terrible dentellada en una pierna. Al acercarse a la mesa, se le echó encima el gato, arañándole el rostro, y los gansos, revoloteando alrededor de su cabeza le daban fuertes aletazos. Aterrado el capitán, quiso huir, mas, al trasponer el umbral de la puerta, le propinó el asno tan solemne coz, que dio con su cuerpo en un matorral de zarzales y ortigas.
Maltrecho alejóse el bandolero y refirió luego a sus hombres que se había apoderado de la cabaña una pandilla de criminales, y que a volver morirían todos a sus manos.
– Son tan feroces – les decía – que uno me ha clavado un puñal en la pierna, otro me ha rajado la cara a navajazos, tres me han querido envolver la cabeza en una sábana para ahogarme y cuando yo huía y ya me creía en salvo, me ha asestado uno en la espalda un golpe tan terrible con una maza, que he quedado vivo de milagro. Así que lo mejor que podemos hacer es dejar para siempre estas cercanías.
Aterrorizados los bandoleros con tal relato huyeron de allí para más no volver.
Cuando a la mañana siguiente se levantaron los animales advirtió el perro que alguien había removido el suelo en un rincón de la cabaña. Escarbando la tierra descubrió un saco lleno de onzas de oro. Pudo a duras penas cargar con él el asno, y en extraña comitiva partieron asno, perro, gansos y gato hacia el incendiado molino.
Con el dinero que sus nobles amigos le trajeron, pudo el molinero restaurar y poner en marcha su molino, en el que vivió feliz y con sus animales recordando con delectación la historia de su original aventura.
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